La protesta
se justifica…
NINGUNA ILUSIÓN EN EL
GOBIERNO DE SANTOS
7 de marzo de 2016
En este mes de marzo se entrelazan en
Colombia dos procesos paralelos: la firma de la terminación negociada del conflicto
armado y la movilización social contra diversas políticas del gobierno.
Lo ideal es que esos procesos
convergieran. Pero, varios factores influyen para que eso no ocurra. Al
contrario, tanto el gobierno como algunos sectores políticos plantean que una fuerte
movilización social puede debilitar al gobierno, fortalecer a los enemigos de
la paz y poner en riesgo el “proceso”.
Presentamos unas ideas a fin de
desvirtuar esos temores. A la vez, impulsar y fortalecer una posición política
que respalde el fin negociado de la guerra pero desde la independencia crítica.
La iniciativa
ciudadana
En Colombia crece la protesta social.
Numerosas manifestaciones de inconformidad han sido canalizadas por la juventud
citadina. Ha sido el factor social dinamizador que obligó a las direcciones de
las centrales obreras a convocar un Paro Nacional para el 17 de marzo. Dicha
iniciativa ha aglutinado a numerosas organizaciones sociales y generado
expectativa entre la población.
Todo apunta a que se están dando las
condiciones económicas, sociales y políticas para que las fuerzas populares
desplieguen su potencia transformadora acumulada desde septiembre de 2008. Por
entonces –durante el segundo gobierno de Uribe–, coincidió el paro de los
corteros de caña de azúcar con la Minga Indígena, y se inició un ciclo de
ascenso de la lucha popular.
Esa gesta obrero-indígena encontró continuidad
en la movilización estudiantil de 2011; luego vino la derrota de la reforma a
la justicia en 2012; después, el paro cafetero, minero y agrario en 2013, y en
2014, el rechazo nacional a la destitución arbitraria del alcalde de Bogotá.
Ahora, a principios de 2016, se nota una incipiente pero sostenida lucha social
en Bogotá y en otras ciudades.
Varios hechos y decisiones del actual
gobierno de Santos alimentan y justifican la protesta. En primer lugar, la
corrupción a todos los niveles, en Saludcoop, Reficar, Justicia, Congreso,
Policía, y Defensoría del Pueblo. Luego, –en cascada–, la carestía de la vida,
el aumento irrisorio del salario mínimo, el abusivo precio de la gasolina, el
anuncio de nuevos impuestos, la venta ilegal de bienes públicos como ISAGEN, el
impacto del deterioro ambiental y el aumento del desempleo.
Son síntomas de una doble crisis,
económica y energética, que agrava la situación fiscal del gobierno y desnuda
la acción de un Estado depredador, al servicio de un modelo extractivista, que
crea una situación explosiva en el país.
Sin embargo, notamos con preocupación
que la dirigencia de diversas organizaciones sociales y políticas se muestra
poco dispuesta a desencadenar el potencial de la lucha popular y ciudadana. La
causa principal de esta indecisión es la enorme confusión a propósito del
denominado “proceso de paz”, que aparece como pieza central en el devenir de la
coyuntura política.
¿De qué paz se trata?
Es evidente que la casta dominante y el
imperio estadounidense han trazado una estrategia para instrumentalizar a su
favor el anhelo de paz del pueblo colombiano. Así, aprovechando la debilidad
política de las FARC, lograron imponer una agenda limitada en las negociaciones
de La Habana. Pero, además, tratan de presentar el contenido de esos acuerdos
como una trascendental reforma democrática que haría posible la conquista de
una paz duradera y estable.
Bajo la cobertura de esa ilusión
“reformista” pretenden implementar la segunda fase –más virulenta y agresiva–
de políticas neoliberales que ya se iniciaron con la venta de ISAGEN y tienen
lista con la Ley ZIDRES.
Con todo, los acuerdos parciales hasta
ahora logrados, benefician –por lo menos en el papel–, a comunidades y
habitantes de zonas de colonización. Ésta población marginada ha sufrido el
impacto del conflicto armado a lo largo de seis décadas y merece resolver, así sea
sólo parcialmente, sus problemas históricos. Sin embargo, este componente de
los acuerdos, que es justo y necesario, no alcanza para que los resultados de
la negociación sean presentados como una reforma democrática.
La disputa por la
hegemonía política
La complejidad del momento consiste en
que la supuesta voluntad reformista del gobierno es adversada por su antiguo
socio, el expresidente Uribe, quien trata de explotar sentimientos primarios de
la población que fue afectada por la guerrilla en medio de la degradación de la
guerra. Además, él interpreta y presenta los acuerdos como una claudicación del
Estado ante la insurgencia y como una concesión inaudita a lo que denomina como
“proyecto castro-chavista”.
Pero la verdad es que la burguesía
transnacional –representada por Santos–, ha impuesto su hegemonía. Tiene el
apoyo total del gobierno de los EE.UU. y de la Unión Europea, consiguió el
compromiso de la ONU, tiene el concepto positivo de la Corte Penal
Internacional y el soporte incondicional de la CELAC y UNASUR. Toda la
comunidad internacional ha dado el visto bueno a los diálogos y al proceso de
paz, lo que es uno de los grandes logros del gobierno.
A nivel interno, Santos aisló
finalmente a Uribe. La mayoría de terratenientes, grandes ganaderos y burguesía
agraria, incluidos los dueños de los ingenios azucareros que estaban
distanciados del gobierno, ya están comprometidos con la política de
pacificación concertada. La Asociación de Oficiales Retirados aceptó el
contenido de la justicia transicional acordada en La Habana, que era la principal
preocupación de los militares (http://bit.ly/1TlSj4K). Así, el
expresidente intenta recuperar la iniciativa política, aprovechando inoportunas
decisiones de la Fiscalía General como la detención de su hermano Santiago
Uribe, pero sus reacciones ya no tienen la fuerza del pasado, son gestos
incoherentes y pataleos para negociar su propia impunidad.
Es indudable que el gobierno y la
guerrilla han cometido diversos errores durante este difícil proceso. Burdos intentos
de hacer política partidista por parte del gobierno, la misma guerrilla y sus
aliados, generan rechazo entre la población. Dichos errores fueron capitalizados
por el “uribismo” para fortalecer temporalmente su posición guerrerista. Sin
embargo, lo que se revela –en general–, es la existencia de un marcado
escepticismo frente al llamado “proceso de paz”. Tantas décadas de violencia,
diversos intentos de paz fallidos, y la permanencia de los factores sociales y
económicos que originaron el conflicto, fortalecen los sentimientos de
incredulidad que sólo podrán ser superados por la firma del acuerdo y hechos
concretos hacia el futuro.
Así las cosas, no se corresponde con la
verdad plantear que la protesta popular puede influir negativamente en el
denominado “proceso de paz” o que pueda vigorizar a las fuerzas opuestas a la
terminación negociada del conflicto armado. Por el contrario, debemos ratificar
nuestro apoyo al fin de la guerra pero, a la vez, insistir en que la única
forma de garantizar el logro de una verdadera paz es el fortalecimiento
autónomo e independiente del movimiento social y popular.
Independencia política para garantizar la continuidad de la lucha
Una cosa es apoyar el fin negociado
de la guerra y otra, muy diferente, avalar los acuerdos. Involucrarse en el contenido de lo pactado es
un error. Es creer que de allí puede salir algo “progresista” o “democrático”
que beneficie al pueblo. Hay que apoyar en forma genérica ese proceso para que termine
la guerra, pero mantener nuestra total independencia. Y es que en la práctica,
es un acuerdo entre actores que, después de tres años de negociaciones, no han
logrado recoger el interés ni conquistar el respaldo de las mayorías nacionales.
¿Por qué? Porque no las representan. Por el contrario, agencian intereses
sectoriales. Eso hay que decirlo y reiterarlo.
La gran burguesía transnacional
necesita despejar de la violencia guerrillera amplios territorios de nuestro
país para profundizar sus inversiones en agro-negocios, megaproyectos
energéticos y mineros, turismo, biodiversidad y otros. La burguesía emergente surgida
en zonas de colonización a lo largo de 40 años de acumulación de capitales,
primero de la economía del narcotráfico y, después, de la minería ilegal,
necesita integrarse a la economía global y a los mercados. Los terratenientes y
la burguesía agraria, de origen colonial y esclavista, que seguía a Uribe y se
oponía a los acuerdos con la guerrilla, finalmente dio un viraje y se sumó al
proceso, porque sus intereses de clase no están en riesgo.
Por lo tanto, para construir claridad
debemos separar esos temas. Quienes quieren utilizar la movilización para
debilitar al gobierno frente al tema de la paz, ya jugaron y perdieron. Pero
igual, aquellos que intentan canalizar la lucha social para respaldar el proceso
de paz, le hacen un flaco favor al gobierno porque, así no lo quieran,
debilitan la protesta. A no ser que lo hagan conscientemente para fortalecer su
posición en la coalición de gobierno y en el “pacto de paz” que Santos ha
construido para ganar gobernabilidad a punta de ofrecimientos burocráticos.
Por todo lo anterior, hay que llamar a
los dirigentes de las organizaciones sociales y políticas de carácter popular y
democrático a deslindarse de las componendas burocráticas que está impulsando
el gobierno para debilitar la protesta social, a explicar con sentido
pedagógico a sus bases la particularidad del momento actual y a preparar con
entusiasmo y convicción el paro del 17 de marzo como un paso hacia un Gran Paro
Nacional Indefinido que obligue al gobierno a replantear su política económica
y social.
¡Si al fin concertado de la guerra!
¡No a las falsas ilusiones en el
gobierno de Santos!
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