Por William
Ospina (tomado de El Espectador)
Votaré sí en el plebiscito. No
puedo decirles a dos guerreros, que durante medio siglo han hecho la guerra
entre sí y que nos han hecho la guerra a nosotros, que no silencien las armas.
No es un favor que nos hacen:
es su deber con un pueblo que ha padecido demasiado. Pero lo que enseguida
tengo que decir es que quienes voten por el no, no son mis enemigos. Tienen
todo el derecho a hacerlo si no les gusta el acuerdo a que han llegado el
gobierno y la guerrilla. A mí tampoco me gusta, pero probablemente por razones
muy distintas. Hay algunos que piensan que ese acuerdo es malo porque concedió
demasiado, porque cambió muchas cosas; yo pienso que es malo porque concedió
muy poco y porque no cambió nada.
No pertenezco al bando de los
grandes dueños de la tierra, que ven como una amenaza, en un país de 30
millones de hectáreas productivas, un fondo (harto improbable) de 3 millones de
hectáreas para los campesinos. Al contrario,
creo que para cambiar la situación del campo colombiano se requieren 10
millones de hectáreas, pero no distribuidas en una irreal solución agrarista,
sino dedicadas a la modernización del campo, teniendo a los campesinos como
principales protagonistas.
Dicen que en el mundo la
distribución de la riqueza es tan inequitativa que la mitad de la riqueza
mundial está en manos del uno por ciento de la población. O sea, una de cada
cien personas es dueña de la mitad de todo. Pues bien, en Colombia la cosa es
tan desproporcionada que una de cada diez mil personas es dueña de la mitad de
la riqueza nacional: en un país de cincuenta millones de habitantes, cinco mil
personas son dueñas de la mitad del campo productivo y de la mitad de los
depósitos que hay en los bancos.
Lo que hace el acuerdo de La
Habana es muy poco y no cambiará casi nada. Peor aún, existe el peligro de que
ni siquiera desactive el conflicto con las Farc, porque algunos frentes no van
a desmovilizarse, porque otros corren el riesgo de ser masacrados por
paramilitares o por las propias fuerzas del Estado, y porque la
desmovilización, sin un esfuerzo por convocar a la población civil a construir
la reconciliación en el territorio y acoger con garantías a los guerreros, se
da en un escenario de desconfianza y de insolidaridad.
Pero es la primera vez que
Estado y guerrilla ofrecen terminar esta guerra atroz, donde han muerto y
sufrido tantos ciudadanos, y sobre todo los más pobres, de modo que no podemos
negarnos a intentar cerrar esta herida. Siempre he sabido que el fin del conflicto
tenía que ser negociado, pero el verdadero cierre de una herida hay que hacerlo
de cuerpo presente, y aquí han dedicado más tiempo al diagnóstico lejos del
paciente, mientras a la filigrana de la reconciliación le van a dedicar,
imprudentemente, pocos días.
Los que siempre hicieron la
guerra no saben cómo hacer la paz. El documento de 297 páginas está alambrado
de desconfianzas, de imposibilidades y de ineptitudes. Todo el trabajo de
superación del conflicto se lo están dejando a las comunidades, pero una vez
más sólo los que hicieron siempre la guerra quieren manejar el posconflicto.
Para agravar las cosas, ese
deseable pero harto complicado final del conflicto se da en un contexto muy
colombiano de rivalidad feroz entre dos sectores de la dirigencia. Nunca
supieron hacer otra cosa que enfrentar a los ciudadanos entre sí, para poder
seguir reinando. Ahora, a pesar de sus esfuerzos, y a pesar de ciertos
titulares de prensa, no han logrado polarizar a los colombianos. Los gallos de
pelea han perdido prestigio, y la ciudadanía se da cuenta de la insensatez de
los dirigentes, de llamar a la guerra en nombre de la paz.
Entiendo que con el final del
conflicto (que ojalá no conlleve traiciones de parte y parte) la vieja
dirigencia se está retirando del escenario de la historia. Porque ellos sólo
supieron gobernar por la violencia desde cuando le impidieron a Gaitán ascender
al poder.
Votaré sí, sintiéndome hermano
de los que votan no, y dispuesto a aceptar el veredicto de la democracia,
aunque no ignoro que estamos en un régimen de precaria legitimidad.
Ya será ganancia que de este
trance no salga Colombia enemistada (algunos pocos lo están ya) sino convencida
de que necesitamos otra dirigencia, no de personas sino de ideas; que la paz
está lejos y que depende de un poderoso cambio de agenda, que no nos lo
ofrecerán ni el uribismo ni el santismo. El país lleva demasiado tiempo en
manos de los Laureanos, en su forcejeo con los Santos y con los Lleras, y
siempre con algún Gaviria sentado por ahí esperando su turno.
Mientras tanto las
multinacionales hacen su agosto, el negocio de la droga prolifera, las mineras
arrasan los páramos, los ríos sagrados agonizan, el desierto está creciendo, y
los políticos sólo piensan en sí mismos.
Sólo un movimiento social
nuevo, que ame esta tierra nuestra, que busque de verdad la reconciliación, que
quiera verdadera justicia preventiva, es decir, justicia social, que incluso
les dé una nueva oportunidad a los que nunca la tuvieron; que ponga el agua,
los bosques, las energías limpias y el final de la pobreza en el primer lugar
de la agenda, y que ponga a Colombia en el planeta, podrá pasar la página del
país de las guerras que se bifurcan, y empezar a construir el país grande que
todos sabemos que existe, que existe y que espera, el país de la Franja
Amarilla.
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