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George Soros |
SOROS: el hombre que alquiló a la
Izquierda
¿Qué ocurre cuando las causas sociales comienzan a recibir fuertes
aportes económicos de fundaciones creadas por personalidades “VIP” del sistema
financiero y empresarial global?
Hoenir Sarthou, Semanario
Voces, 30 abril 2020
No hay que especular mucho. Desde
hace varias décadas, fundaciones como la Open Society (de George Soros), la
Fundación Bill y Melinda Gates, y las Fundaciones Rockefeller, Ford, Kellogg, y
otras, destinan cuantiosos fondos a causas habitualmente consideradas
“liberales”, “progresistas”, e incluso “de izquierda”. Y los resultados están a
la vista.
Usando parte de las fortunas
acumuladas por sus creadores en áreas más tradicionales, como las finanzas, el
petróleo, la industria química, la agroindustria, la genética o la informática,
esas Fundaciones han invertido mucho dinero en las siguientes causas: los
derechos humanos, la enseñanza universitaria, el periodismo, el feminismo “de
género” y los derechos de las minorías
LGTB (y las políticas de discriminación positiva respecto a esas dos causas),
la legalización de la marihuana, el ambientalismo, las campañas por el
calentamiento global, la promoción de las “tecnologías verdes”, la
investigación, producción y aplicación de nuevas vacunas, la financiación de la
OMS (especialidad en que se destaca Bill Gates)
y el apoyo a las políticas recomendadas por la OMS respecto al
coronavirus (sepan disculpar si olvido alguna causa, son tantas…)
Conspiranoia
Observen que no me pregunté por
qué esas fundaciones invierten en esas causas. No lo hice porque es una
pregunta que no puedo contestar. ¿Cómo podría saber qué pasa en las cabezas de
Soros, Gates, los Rockefeller o los directores de las otras fundaciones?
No busquen aquí referencias a
logias o conspiraciones secretas, ni a los “Iluminati” o a los “reptilianos”.
Nada de eso encontrarán en esta nota ni en ninguna de las mías. Por un lado,
porque no tengo ninguna noticia confiable sobre la existencia de esas logias.
Por otro, porque, como dijo cierto filósofo refiriéndose a Dios, no hay
necesidad de esas hipótesis fantásticas para dar cuenta de lo que ocurre, dado
que los protagonistas actúan y ejercen su poder ante nuestra vista y paciencia.
La relación entre dinero y poder
es consustancial. Quien tiene mucho dinero suele contar con relaciones
privilegiadas con el poder político, salvo en las contadas excepciones en que
se topa con líderes políticos incorruptibles y muy valientes, lo que
lamentablemente no ocurre todos los días. Recuerden al actual Ministro de
Ganadería y Agricultura diciendo, hace pocas semanas, que él era “un
representante” de ciertos productores rurales. O, un poco antes, a personajes
como López Mena o Salgado, erigidos en personajes de la Corte presidencial, con
su correlato de concesiones abusivas. Ni hablar de UPM, que, sin importar el
gobierno de turno, actúa como si fuera la dueña del País.
En lo grande ocurre lo mismo que
en lo chico. Si López Mena, Salgado o ciertos empresarios obtienen un trato
privilegiado en casa, ¿cómo no van a obtenerlo en el mundo personajes con el
poder de incidir en la emisión de dólares, hacer tambalear al Banco de
Inglaterra o cambiar el estatus político de países que operaban en la órbita de
la ex URSS?
Si a eso le sumamos que varios de
estos personajes son socios en muy diversos negocios, que por su actividad
financiera influyen en las políticas monetarias de todo el mundo, y que, a
través de la financiación y de su influencia política, tienen fuerte incidencia
sobre organismos internacionales, incluida la OMS, es imposible analizar la
realidad internacional, o la nacional, sin tomar en cuenta su existencia como
grupo de poder. En Uruguay, el episodio Mujica-Soros-Rockefeller, respecto a la
marihuana, aun siendo anecdótico, lo deja claro.
Soros, o el método
No tengo idea de quién es Soros
realmente. No sé si es el cerebro, el vocero, o el lobista más locuaz de ese
grupo de socios. Quizá sólo haga muy ostentosamente lo que otros hicieron
siempre con más discreción. Lo cierto es que maneja enormes sumas propias y,
durante toda su vida, ha invertido capitales ajenos. Por añadidura es el creador y animador del Foro
de Davos, en el que los más poderosos se juntan con otros no tan poderosos, no
sé si para “bajarles línea” o para entretener a los “paparazzi” de la farándula
financiera.
Ni siquiera puede asegurarse que
el método que lo caracteriza sea invento suyo. Él mismo admite que, siendo
estudiante, conoció a dos personas clave en su vida. Una fue Karl Popper, de
quien tomó el concepto de “sociedad abierta”; la otra fue uno de los
Rockefeller, que le transmitió un concepto esencial para su carrera: si uno
puede asociar sus intereses con una buena causa, su poder no tiene límite
Esa frase condensa el “método”
que conocemos: una fundación sin fines de lucro, creada con dinero que se
deduce de impuestos, respalda a una “buena causa”
Para eso, transfiere dinero a ciertas
ONGs, que presionan para que, en distintos lugares del mundo, se apliquen
políticas afines a la “buena causa”, políticas que, milagrosamente, terminan
haciendo ganar fortunas a las empresas lucrativas del creador de la fundación.
A veces la conexión entre la “buena causa” y la ganancia del filántropo es
evidente. Otras veces no tanto. No puede descartarse que algunas de esas
jugadas persigan fines mesiánicos, además o en lugar del lucro.
En ocasiones, las inversiones de
Soros y de sus socios tienen éxito: la desestabilización financiera de
Inglaterra en 1995, los cambios políticos en Europa del Este, o la conversión
de Uruguay en experimento de marihuana legal (en sociedad con Rockefeller); en
otras fracasan, al menos temporalmente, como el intento de obstruir la asunción
de Trump o la apuesta secesionista en Cataluña
Izquierda “Soros”
En la izquierda, el método Soros
(uso a Soros como símbolo, ya que no es el único que lo aplica y financia) ha
causado un sismo silencioso.
A lo largo de tres décadas,
muchos militantes “de izquierda” dieron un giro sorprendente. Los mesiánicos
profetas de la revolución proletaria se incorporaron a las ONGs y adhirieron a
la financiación y a la agenda “soros” de derechos identitarios, al tiempo que
desarrollaron una miopía asombrosa sobre las verdaderas relaciones de poder
económico y político, en sus propias sociedades y en el resto del mundo.
Así, en Uruguay, avalaron o
toleraron políticas como la bancarización obligatoria y la ley de riego, o la
profundización del modelo forestal celulósico, basado en el privilegio, la
entrega de bienes públicos, la explotación destructiva de recursos naturales y
el sometimiento a los designios del inversor.
¿Cómo fue posible?
Basta con no ver dónde está el
verdadero poder, el papel de los bancos, del capital financiero y sus
fundaciones, de los organismos internacionales de crédito, de las calificadoras
de riesgo, de los inversores privilegiados y leoninos. Basta con ignorar los
problemas estructurales del sistema y reducir la política a una lucha entre
“izquierda progresista” y “derecha conservadora”.
Entendiendo por “izquierda” a una
agenda estandarizada de derechos identitarios, el aborto, la diversidad sexual,
la marihuana libre, una difusa sensibilidad social más proclive a la caridad
que a la justicia social, un ambientalismo “naif” que no cuestiona a la
celulosa ni a la agroindustria, y una ciega confianza en que el mundo y los
organismos internacionales avanzan por la senda de los derechos humanos hacia
la inclusión social. Y entendiendo por “derecha” a una caricatura conservadora
que, en el fondo, se reduce a los adversarios electorales, blancos, colorados,
y ahora Cabildo Abierto.
El mundo según Soros tiene un
algo de “Nunca jamás”. De un lado están Peter Pan, Wendy y los niños
progresistas, que son buenos, lindos, modernos, sensibles e inclusivos. Del otro lado está “la derecha”, compuesta imaginariamente
por hombres blancos, viejos, reaccionarios, misóginos, discriminadores y
opresores, y… bueno, por mujeres alienadas, y por jóvenes poco empáticos, y por
algún homosexual que no termina de salir del closet, en fin….
Tiene también un aspecto terrible.
Porque, en la medida en que ese progresismo a lo Soros encarna todo lo bueno,
formular dudas respecto a alguna de sus causas, ya sea la brecha salarial de
género, el calentamiento global, la bondad de las tecnologías verdes o la
mortalidad inaudita del coronavirus y la necesidad de paralizar al mundo y
encerrarse, lo convierte a uno en “inmoral, fascista, negacionista, insensible,
discriminador, invisibilizador” y (el más reciente pecado mortal) “falto de
empatía”
¿Izquierda?
Esta extraña situación, por la
que se declaran “de izquierda” personas y organizaciones financiadas por la
cúspide del sistema financiero global, tiene una explicación: nada es más
confuso, ambiguo y polivalente que el término “izquierda”.
Cuando empezó a usarse, hacía
referencia al lugar en que se sentaban, en la Asamblea Nacional francesa, los
representantes de la burguesía radical.
Luego, quizá porque el joven Marx
integró el grupo de los hegelianos de izquierda, la palabra se identificó con
las luchas de las internacionales obreras y con la profecía marxista, que
auguraba la dictadura del proletariado y luego la sociedad sin clases.
Más tarde, cuando el marxismo y
el movimiento obrero se dividieron entre la corriente leninista y la
socialdemocracia de inspiración bernsteniana, que dieron lugar respectivamente a la revolución rusa y
a la socialdemocracia europea, el término ganó ambigüedad.
El asunto siguió complicándose
con el psicoanálisis, la Escuela de Frankfurt, el estructuralismo, el
existencialismo, la revolución china, la revolución cubana, el 68 francés, el
neomarxismo, los liberales igualitaristas estadounidenses y la posmodernidad,
hasta que fue casi imposible decir qué significaba exactamente ser “de
izquierda”
La brillantez de Soros,
Rockefeller y otros socios, o de algún intelectual contratado por ellos, es
haber advertido que era posible aprovechar la sensibilidad y la capacidad
militante de la izquierda para convertirlas en un poderoso instrumento de
manipulación económica y política, fuerza de choque, en buena medida inocente,
de proyectos económicos y políticos poco transparentes.
La financiación de aquellos
aspectos de la sensibilidad “de izquierda” que no apuntan directamente contra
las estructuras de propiedad del sistema parece haber sido la clave
Los derechos humanos, el
feminismo, las cuestiones de género, la diversidad sexual, la lucha contra la
discriminación racial, la preocupación por el medio ambiente, la sustitución
del petróleo por tecnologías “verdes”, las campañas contra el Sida o el
coronavirus, tienen en común su capacidad de convertirse en armas políticas de
desestabilización y chantaje contra los gobiernos y los Estados, sin tocar nada
sustancial del sistema económico. Junto a una importante influencia sobre las
agencias de noticias y los medios de comunicación, pueden encumbrar, hacer caer
o complicarle la vida a cualquier gobernante, como debe saberlo hoy Donald
Trump.
Eso sí, nunca verán a un
izquierdista “Soros” cuestionar al sistema financiero o a los organismos
internacionales de crédito.
Patricios y plebeyos
No pretendo definir qué es o qué
debe ser la izquierda, porque me parece tarea imposible.
Hace más de dos mil años, en la
antigua Roma, las luchas políticas enfrentaban a patricios y plebeyos. Los que
tenían privilegios económicos y poder político, y quienes no los tenían. El
senado, por un lado, y los tribunos de la plebe, por otro, expresaban
institucionalmente esa lucha.
Esa lucha es eterna. Basta con
identificar a quienes tienen realmente el poder y los privilegios, y a quienes
no los tienen. Luego es cuestión de situarse de un lado o del otro.
En el mundo actual, todo poder
formal está condicionado por el capital financiero, que opera directamente o a
través de organismos internacionales de crédito, fundaciones, financiación de inversión
corporativa y empresas calificadoras de riesgo. Los gobiernos, los partidos, la
academia, la prensa, las ONGs y hasta los sindicatos compiten por esa
financiación, lo que implica al menos estar dispuesto a callar lo que ese
verdadero poder no quiere oír.
En términos de pensamiento
crítico, no es posible seguir chiflando y mirando hacia arriba ante esa
realidad. Porque quien paga la cuenta decide el menú. Es decir, decide qué se piensa, qué se
investiga, qué se concluye, qué se dice, qué se hace y por qué se lucha.
No es posible pretender hablar o
actuar por la “plebe” estando a sueldo de los nuevos “patricios”. La autonomía
respecto de esa financiación es un requisito previo de cualquier pensamiento,
praxis, investigación o comunicación que se pretendan críticos.
Es así de simple y, a la vez, de
espinoso.