lunes, 4 de septiembre de 2017

¡OPORTUNIDAD!… ¿LA SABREMOS APROVECHAR? (I PARTE)

Las clases sociales y su evolución en Colombia desde 1991

¡OPORTUNIDAD!… ¿LA SABREMOS APROVECHAR? (I PARTE)

Popayán, 4 de septiembre de 2017

“El hecho de que no podamos "conocer plenamente" la realidad no es, pues,  solo un signo de la limitación de nuestro conocimiento sino indicación de que la realidad misma es "incompleta", abierta, una actualización del proceso virtual subyacente del Devenir.”

Slavoj Zizek

A 100 años de la revolución de octubre de 1917, una mirada retrospectiva nos sirve de referente para analizar la evolución de nuestros propios y actuales procesos sociales y políticos. Nuevas lecturas, otras visiones, diferentes perspectivas, nos ilustran sobre ese acontecimiento y nos dan luces para reinterpretar nuestra realidad.

En la Rusia de finales de siglo XIX y principios del XX, el acelerado desarrollo del capitalismo creó una formidable y poderosa clase obrera y un proletariado industrial que irrumpió con una fuerza avasalladora en la vida semi-feudal y clerical de ese imperio dominado por el zarismo. Una entusiasta e instruida intelectualidad influida por ideas liberales, socialistas y comunistas se puso al frente de la revolución obrera y campesina que se llevó por delante a una débil burguesía que no estaba preparada para tamaño reto. La primera guerra mundial sirvió de marco épico y trágico para el triunfo de los insurrectos. Sin embargo, la cultura proletaria –internacionalista y colaborativa– no era todavía una construcción real y efectiva entre las masas obreras; era un sentimiento, algo instintivo, más que una posición consciente y práctica. El debate sobre la “guerra defensiva” y la “guerra inter-imperialista” que antecedió al acuerdo (“casi” una claudicación) entre rusos y alemanes en Brest-Litovsk, dejan ver que sólo muy pocos dirigentes bolcheviques tenían la suficiente claridad sobre el horizonte y la situación internacional de la lucha de clases. Las herencias y tradiciones nacionalistas, religiosas e individualistas, fuertemente ancladas entre los campesinos y pueblos sometidos por el imperio zarista, terminaron por imponerse (e incluso, hoy reviven con más fuerza como expresión de “raíces culturales”). Los intelectuales más consecuentes fueron derrotados y aislados del proceso, y una cúpula de funcionarios y burócratas se puso al frente del aparato estatal anulando y destruyendo las formas democráticas de poder obrero-campesino que se habían construido en los momentos de fervor revolucionario. El trabajo colectivo, el esfuerzo de los trabajadores y labriegos, el sacrificio libertario y la lucha nacionalista frente a los imperios occidentales, fueron insumos durante varias décadas para electrificar e industrializar el país, mejorar el nivel de vida de millones de personas, derrotar al fascismo alemán en la segunda guerra mundial y, durante un tiempo, alentar y estimular a los trabajadores y pueblos oprimidos del mundo en la búsqueda de una alternativa superior al capitalismo. Sin embargo, el impulso inicial se perdió y el capitalismo se filtró por los diversos tejidos de la sociedad y asumió nuevas formas en la vida de esa sociedad, no sin producir enormes tragedias y dolores en el alma de esos pueblos. Quedan las enseñanzas que siguen elaborándose con base en la evaluación de esa primera gesta triunfante de los trabajadores en esa región del planeta. Entre otras, las graves consecuencias de la deriva autoritaria que produjo millones de muertos y se convirtió en un fardo fatal para el ideario y la causa socialista y comunista. Un sueño justo de búsqueda de igualdad y equidad se convirtió por el camino en una “causa capturada” por una cúpula burocrática y militar; se pasó de un “zarismo blanco feudal”  a un “zarismo rojo socialista”, la lucha emancipadora de los trabajadores derivó hacia un nacionalismo ruso con prácticas imperiales presentado como “solidaridad proletaria”. Se intentó transformar “desde arriba” y “a la fuerza” a la sociedad usando un Estado “proletario”, que de proletario tenía muy poco y mucho de burocrático y policial. Ese aparato estatal se separó tanto de la sociedad que aspiraba transformar, que terminó ahogando lo fundamental y básico en el ser humano: la capacidad crítica, la creatividad, la invención, la innovación y la libertad. La supuesta revolución mató el espíritu revolucionario y se suicidó en su intento emancipatorio. Es real y verídico lo ocurrido, y además, se sigue repitiendo en otros ámbitos y regiones.  

Reflexionando sobre esa experiencia, intentaremos visualizar la evolución de las clases sociales y sectores de clase en Colombia desde 1991 hasta la fecha. En ese año se convocó una Asamblea Nacional Constituyente y se aprobó la nueva Constitución Política vigente, después de firmar acuerdos de paz con el M19 y otras guerrillas. Hoy siguen vigentes en la vida política colombiana muchos de los actores políticos que en esa fecha representaban a diversas clases y sectores de clase; esos actores han sufrido cambios a lo largo de este tiempo y hoy se encuentran frente a un nuevo “momento de oportunidad”. Es importante destacar que han aparecido nuevas formaciones sociales como la “burguesía emergente”, variada, multicolor y con orígenes en economías legales e ilegales, y los “profesionales precariados” (nuevo proletariado), que son jóvenes trabajadores citadinos de nueva generación, que se constituyen en actores sociales de primer nivel pero todavía sin representación política definida. Así mismo, los campesinos, pequeños y medianos productores, las comunidades indígenas y negras y las clases medias, también han ido evolucionando en todos los aspectos. En lo fundamental, el reto que tenemos es el mismo: derrotar a unas clases dominantes que le temen a la democracia, que en forma absoluta están al servicio y subordinadas a la burguesía financiera global, que han sido incapaces de resolver los problemas básicos y vitales de la población colombiana, que han profundizado la exclusión, la desigualdad, la pobreza y la injusticia social, y que en 2018, pueden sufrir su primera derrota histórica (parcial pero significativa) desde los tiempos de Gaitán.

Unas preguntas sirven para orientar éste balance y exposición. Ellas son:

¿Las fuerzas democráticas y sus expresiones políticas están preparadas para responder con asertividad y capacidad política al momento en que confluyen una serie de circunstancias especiales de carácter global, regional y nacional, tanto en lo económico, social, político y cultural? ¿Acaso la confluencia de la terminación del conflicto armado con las FARC, la crisis profunda de gobernabilidad, la descomposición moral de los partidos políticos tradicionales y de sus nuevas expresiones, la crisis del modelo de desarrollo productivo rentista y extractivista, la grave situación fiscal del Estado, y otras condiciones relacionadas con la justicia, salud, educación, medio ambiente, no son oportunidades para que las clases y sectores de clase subordinados y subalternos logren construir una nueva hegemonía social y política? ¿Podrán esas clases y sectores de clase construir un proyecto social, político y cultural de largo aliento, aprendiendo de las experiencias de países y pueblos vecinos en donde después de una década y media de gobiernos “progresistas” se notan las enormes limitaciones frente a los retos planteados? ¿Podrá el pueblo colombiano aprovechar la oportunidad para dar un salto cualitativo en el terreno de construir nuevas formas de participación democrática o las clases dominantes lograrán canalizar y cooptar a los representantes de esas clases sociales subalternas para mantener intacto su modelo económico de explotación monopólica y su régimen político injusto y excluyente?

El ascenso y triunfo de la burguesía transnacional   

En la Colombia de las últimas 3 décadas del siglo XX y los primeros 17 años del siglo XXI, unos pocos grupos económicos[1] en medio de su ascenso como clase dominante canalizaron importantes recursos del narcotráfico y se convirtieron en una burguesía transnacionalizada, íntimamente ligada a los conglomerados capitalistas de EE.UU. y Europa. La constitución de 1991 se constituyó en la oficialización de su triunfo sobre una débil burguesía industrial que nunca se atrevió a desafiar el poder de los terratenientes e impulsar una verdadera reforma agraria, y menos, nunca retaron al imperio estadounidense para desarrollar (o intentar hacerlo) una economía capitalista relativamente autónoma. El último representante político de esa burguesía industrial, Luis Carlos Galán Sarmiento, fue asesinado por una alianza entre la clase política tradicional y las mafias de narcotraficantes, pero su sacrificio fue utilizado por esa misma burguesía para consolidar su poder. En los años siguientes, esa burguesía transnacional se va a apoderar de las principales empresas creadas en la fase anterior, algunas de ellas estatales o semi-estatales, y las va a privatizar, destruir o compartir con el gran capital global. Casos como la Flota Gran Colombiana, Avianca, Coltejer, Bavaria, Banco Cafetero y otras instituciones financieras del gremio caficultor, son una muestra de esa acción. Solo sobrevivieron Ecopetrol y algunas empresas del sector eléctrico (ISA, ISAGEN) que están hoy en proceso de privatización y entrega al gran capital. Los grandes terratenientes dueños de las mejores tierras mutaron en grandes empresarios capitalistas de la caña de azúcar, ganadería, palma africana y otros productos, pero ante el incremento del conflicto armado interno, esa transformación se detuvo y, sólo ahora, en 2017, al calor del proceso de paz, los planes de inversión en el campo vuelven a tener en la mira a las amplias extensiones de tierra para que –en alianza con corporaciones capitalistas de todo el mundo– se impulse una nueva oleada de inversiones en lo que denominamos el segundo paquete neoliberal. La Orinoquía, el Chocó Bio-geográfico y otras ricas zonas del territorio colombiano están programadas para grandes proyectos agroindustriales, energéticos, gran-minería, turismo internacional y explotación de su formidable biodiversidad.

La burguesía transnacionalizada impuso su hegemonía sobre las demás clases y sectores de clase, ensanchó sus inversiones hacia Sudamérica, Centroamérica y los mismos EE.UU. y Europa, y puso a su servicio el aparato estatal que fue hábilmente reglamentado en la Constitución de 1991, adobándola con derechos fundamentales y normas garantistas y sociales en el papel, dejándole las manos libres a esa burguesía financiera para trazar la política monetaria, desregular la normatividad laboral, privatizar el sistema de seguridad social (salud y pensiones) y los servicios domiciliarios de las principales ciudades (telecomunicaciones, energía eléctrica, agua potable y aseo), y estimular la educación privada en detrimento de la educación pública a cargo del Estado. El mismo conflicto armado fue instrumentalizado a favor de sus intereses, desplazando y despejando de población indígena, afro-descendiente y mestiza amplios territorios con el impacto de la economía del narcotráfico y la minería ilegal, al calor de una guerra manipulada y controlada que servía de cobertura para sus planes estratégicos. Ahora, así como instrumentalizaron la guerra, manipulan la paz. Presentan los acuerdos con las guerrillas como bases jurídicas y legales para que se desarrollen supuestas aperturas democráticas pero sin tocar la esencia de su modelo económico y, mucho menos, la estructura excluyente de su Estado y régimen político.

En el proceso de consolidar su hegemonía, la burguesía transnacionalizada se encontró a principios del siglo XXI con un fenómeno político particular. Un importante sector de los campesinos ricos, recogiendo experiencias anteriores (“chulavitas”[2]), organizó una alianza político-militar, en parte, como reacción a las tropelías de carácter delincuencial que la guerrilla de las FARC desarrolló en ciertas regiones contra ellos, y en parte, como estrategia para apoderarse de nuevas tierras con base en el despojo de campesinos pobres. Esa acción se entroncó con la estrategia paramilitar que las mafias narcotraficantes organizaron en los  años 80s con los grandes terratenientes, que obtuvo el apoyo de sectores de la burguesía agraria especialmente ganadera y cafetera de regiones tradicionalmente conservadoras. La burguesía transnacionalizada, en acuerdo con grandes empresas estadounidenses como la Chiquita Brands, la Drummond, Coca-cola y otras, deciden apoyar dicha estrategia y de paso reprimir con violencia a sus trabajadores organizados en sindicatos. Fruto de ese proceso llega a la dirección del Estado Álvaro Uribe Vélez, quien se pone a la cabeza del gobierno durante 8 años a partir de 2002. Éste político logró maniobrar con cierta autonomía e independencia, cooptando parcialmente el aparato del Estado con la consigna de derrotar a las guerrillas por la vía armada y exterminar cualquier expresión política de izquierda. La “refundación del Estado”, la formación de un “Estado comunitario” y la centralización del poder en manos de una pequeña cúpula burocrática y mafiosa, estuvo en desarrollo durante esos 8 años. Amplió la cobertura de los “auxilios monetarios condicionados” (subsidios) para sectores sociales vulnerables (“familias en acción” y otros programas), construyendo un movimiento político clientelista y neo-populista mediante un trabajo frenético de contacto con la población a través de los “consejos comunitarios”. En esa dinámica se desencadena el despojo de tierras de millones de campesinos y la apropiación ilegal de numerosos e importantes baldíos en diversas regiones del territorio nacional. Sin embargo, los estrategas estadounidenses de la globalización se dan cuenta del peligro que representa un proyecto de ese tipo en la región que, así fuera liderado por un gobernante de derechas, podría derivar en una especie de nacional-socialismo que sería un mal ejemplo para otros países. Entonces, deciden –en coordinación con los sectores tradicionales de la oligarquía colombiana– retirarle el apoyo e impulsar más adelante el proceso de paz que está en desarrollo. Sin embargo, el monstruo que ayudaron a crear –que ha derivado hacia un proyecto político de claros ribetes neo-fascistas y neo-populistas– consigue mantener cierto poder, apoyándose en las fuerzas más reaccionarias del país, aglutinando a los terratenientes surgidos del despojo ilegal de tierras, a sectores de la burguesía emergente que se entronca con las expresiones más retrógradas del viejo conservatismo laureanista y, consigue jalonar a sectores sociales que desde posiciones nacionalistas estrechas logran estimular sentimientos racistas, homofóbicos y clericales. Éste proyecto “uribista” es similar  a lo que actualmente impulsa Trump en EE.UU., como reacción a la globalización neoliberal que afectó a “sociedades cerradas” que sufrieron el deterioro de sus privilegios tradicionales. También mantiene fuerza entre amplias capas de la población permeada por la economía del narcotráfico y la cultura “traqueta”[3].     

El fenómeno del “uribismo”, que derrotó en las elecciones del Plebiscito del 2 de octubre de 2016 a las “fuerzas de la paz”, adelantándose al “Brexit” inglés y a la elección de Trump, sólo se explica como la reacción de sectores sociales afectados por la globalización neoliberal que, en el caso de Colombia, son encabezados por la burguesía agraria conservadora, que a pesar de que tiene contradicciones con los intereses de la burguesía transnacionalizada y con el imperio estadounidense y europeo, no es capaz de aliarse con los pequeños y medianos productores para enfrentar esas políticas, sino que utiliza sus luchas para obtener subsidios y prebendas coyunturales del gobierno, sin poder ni querer trazarse una política progresiva frente a los grandes terratenientes, y prefiere, entonces, utilizar la lucha contra las guerrillas “izquierdistas” para fortalecer la capacidad de esas fuerzas obtusas y retrógradas en la disputa por el control del Estado. En esa tensión, la insurgencia armada en su proceso de degradación político y militar fue convertida en motivo y excusa para impulsar esa reacción rancia y atrasada (hoy, después del desarme de las FARC, se utiliza en remplazo la “amenaza castro-chavista). Su aspiración es impedir cualquier tipo de acuerdo en torno al tema de tierras y oponerse a la más mínima democratización del régimen político, por cuanto son conscientes que, una verdadera reforma política se puede convertir en una oportunidad y canal por donde se desencadene la acción de nuevas fuerzas sociales y políticas que puedan poner en peligro su poder monopólico sobre la tierra y su régimen político oligárquico y excluyente.

Esa contradicción política entre la burguesía transnacionalizada (imperial), por un lado, y por el otro, los grandes terratenientes y burguesía agraria, está en proceso de transacción por la vía conservadora y reaccionaria. Una vez se logró la desmovilización y el desarme de las principales fuerzas guerrilleras como las FARC, los acuerdos firmados en La Habana en torno a la tierra, reforma política y justicia transicional, que aunque ya eran bastante limitados, están sufriendo recortes sustanciales para tranquilizar a los terratenientes e integrarlos al programa de inversiones que se ha trazado el gran capital en la fase de “post-conflicto”. El plan es garantizar algunos aspectos de los “acuerdos de paz” que faciliten la asimilación institucional de los activos más importantes de las FARC y, posteriormente, del ELN y otros grupos, pero blindar los privilegios de las clases dominantes y mantener su control político incólume.

Lo que se puede evidenciar en la actualidad es que el mantenimiento de las condiciones materiales que generan violencia estructural (legal e ilegal), como la economía del narcotráfico, el monopolio de la tierra fértil, la entrega ominosa de la riqueza nacional al gran capital transnacional, la exclusión política, el tratamiento violento y criminal de la resistencia popular a dichos planes (asesinato selectivo de dirigentes sociales), el recorte sistemático de las consultas populares y la consulta previa a las comunidades indígenas y afros, todo ello y mucho más, impide la consolidación de una verdadera paz y crea las condiciones para que los territorios desocupados por las guerrillas y otros territorios, se conviertan en escenario de nuevas guerras, más sordas y sórdidas, más degradantes y descompuestas, que en gran medida, ya se viven en regiones como Urabá, Costa Caribe, Antioquia, Chocó, Nariño y la Costa Caucana.

Próxima entrega: La burguesía burocrática y su papel frente a las clases subalternas

E-mail: ferdorado@gmail.com / Twitter: @ferdorado




[1] A lo largo de la historia de Colombia, los grupos económicos han tenido gran importancia para la economía nacional. Éstos han logrado importantes desarrollos en diversos sectores de la economía que los han llevado a ser protagonistas de la historia del país. En la década de los años 80s ya se habían formado los principales que fueron descritos por Julio Silva Colmenares en su clásico libro “Los verdaderos dueños del país: oligarquía y monopolios en Colombia” (1977). Los principales son: Organización Ardilla Lulle, Grupo Santo Domingo, Grupo Luis Carlos Sarmiento Angulo y Sindicato Antioqueño (Argos, Nutresa y Sura). Hoy con la presencia de transnacionales estadounidenses, españolas, mexicanas y chilenas, esa situación ha variado pero esos grupos se mantienen. (Nota del Autor).  

[2] Chulavitas: epíteto utilizado para denominar las bandas armadas de origen campesino en Colombia que existieron durante los primeros años de la Violencia, conformado por gentes del campo procedentes de la vereda Chulavita del municipio de Boavita en el departamento de Boyacá, reclutados rápidamente en enclaves conservadores del nororiente del departamento de Boyacá, para defender al gobierno conservador del presidente Mariano Ospina Pérez, con el objetivo de restablecer el orden en Bogotá, la cual estaba sumida en el caos, el pillaje y la violencia callejera debido al Bogotazo, que fue una manifestación espontánea de una turba enfurecida tras la muerte del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán. Los Chulavitas cumplieron su misión con eficacia, aunque con exceso de fuerza; luego fueron usados como contrapeso a las guerrillas liberales denominadas también como los “cachiporros”, estacionadas en los Llanos Orientales, razón por la cual algunos historiadores los definen como la semilla del conflicto armado en Colombia. Además de los Chulavitas, surgieron los llamados Pájaros, asesinos a sueldo, muchas veces patrocinados por terratenientes o gente del poder, también para eliminar opositores políticos.

[3] Cultura “traqueta”: En los últimos veinte años se consolidó en Colombia una cultura que puede ser denominada como traqueta, un término procedente del lenguaje que utilizan los sicarios del narcotráfico y del paramilitarismo. Ver: “La formación de una cultura traqueta en Colombia”, Román Vega Cantor. 

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