EL VIEJO ROMÁN CAJIAO
Conocí al viejo Román Cajiao
cuando se acercaba a sus 60 años. Era un campesino
negro de cuerpo menudo que vivía en la vereda Caponera al norte del municipio
de Caloto, muy cerca de la localidad de Villarrica. Era el administrador del
acueducto interveredal que prestaba servicio a otras veredas vecinas como
Guabito, Barragán y Quintero. El acueducto funcionaba mediante el sistema de
bombeo, contaba con un tanque elevado y el agua no era de la mejor calidad.
Me recibió en la entrada de su
humilde casa de habitación. A pesar de su figura menuda tenía unos gruesos
brazos y unas manos enormes. Transpiraba fortaleza y tranquilidad. Su mirada
serena e inteligente generaba – al instante – confianza y certidumbre.
Representaba con nitidez a su raza. La bondad le brotaba en forma natural. A
veces reía burlonamente mostrando sus fuertes dientes que ya estaban un poco
amarillentos pero que – al igual que todos sus congéneres –, era uno de sus
motivos de orgullo. “Hasta ahora no he perdido ni una muela” decía con su voz
ronca, gruesa y espesa, que me recuerda a los cantantes de jazz de los EE.UU.
En fin, don Román Cajiao era todo un personaje.
Cajiao era el típico campesino
que se resistió a la invasión de la caña de azúcar. Era un ejemplo de
perseverancia por defender su “finca tradicional”. Hizo hasta lo imposible por
evitar que su familia desistiera de la lucha por defender su tierra y terminara
por vender su predio a uno de los ingenios azucareros del Valle o a algún
testaferro enviado por ellos. Me relataba decenas de casos de cómo habían
engañado a sus vecinos o conocidos para obligarlos a vender. Utilizaron hasta
la Caja Agraria para endeudar a los campesinos para sembrar cultivos
transitorios como maíz, millo, sorgo o la misma caña, los “orientaban” con mala
fe y los llevaban a la quiebra sabiendo que detrás venían los grandes
terratenientes comprando las hipotecas. Así se apoderaron de las tierras,
aprovechándose de la ingenuidad de los campesinos negros de la región. Todo ello está contado con mucho detalle en
los libros escritos por Miguel Taussig, un australiano que en los años 70
realizó investigación social en la región y que se hizo llamar Mateo Mina. Don
Román lo conoció personalmente dado que vivió en la vereda Caponera durante una
parte del tiempo que estuvo investigando en la zona.
El viejo Cajiao era un hombre
maravilloso. Daba el pecho sin una queja. Sabía que moriría en su terruño y que
nadie lo sacaría de allí. Por eso rodeó su finca de árboles frutales, entre
ellos de aguacate, para tratar de evitar la “plumilla” de la caña y los vapores
contaminantes que los agroindustriales cañicultores utilizaban para fumigar las
extensas áreas sembradas en caña que rodeaban las pequeñas fincas de los
campesinos negros que resistían en forma paciente, callada y valerosa.
Asesoraba y animaba a sus vecinos para no aflojar, encabezaba los pleitos por
el manejo del agua, realizaba gestiones para mejorar los servicios públicos,
estaba pendiente del funcionamiento de la escuela y del puesto de salud, y
buscaba asistencia técnica para tratar de mantener y mejorar los cultivos
asociados a la finca tradicional y alternativos a la caña. Su maravilla – desde
mi punto de vista – consistía en su inmensa facultad de ponerse en los zapatos
del otro.
Él me enseñó la capacidad de
perdón que es uno de los sentimientos que portan los descendientes de los
esclavos negros traídos desde el África. No lo dicen pero he descubierto que
guardan ese sentimiento al interior de sus almas. Muchos confunden esa actitud
con la conformidad o la pasividad abyecta. Pero no, el negro es de por sí
orgulloso. Tiene conciencia de su fuerza. A veces le capto una especie de temor
o miedo a liberar su energía reprimida,
que él sabe que puede lastimar a otros.
Durante las guerras de
independencia los contingentes guerreros conformados por hombres adultos y
jóvenes negros denominados “los macheteros” del Patía y del Cauca (que eran del
norte del Cauca), nombres que hoy portan en sus insignias algunos batallones
del ejército colombiano, eran muy apetecidos por los caudillos militares de la
época. La tradición del machetero surgió del arte de la vara que desde tiempos
inmemoriales practicaron los pueblos africanos. Era un arte de la guerra
mediante el cual se disciplinaba al niño desde su más tierna edad. Todavía lo
practican los Massai y otros pueblos en lo profundo del África Central y en
Etiopía.
Los españoles les cambiaron la
vara por la espada y más adelante, en forma espontánea el “arte de la esgrima”
se convirtió en una tradición negra de nuestras regiones. En la guerra, la
fuerza y velocidad de un machete eran superiores al arcabuz, que al ser
disparado por su portador, si no conseguía dar en el blanco o inutilizar a su
oponente, perdía su eficacia. Son famosas las aventuras y peripecias de
afamados macheteros que mataron con su filo certero a decenas de oponentes
antes de ser heridos o muertos en combate.
El viejo Cajiao sabía eso y
mucho más. Al igual que don Sabas Casaram, un viejo patriarca negro quien fue
cadete y perteneció al Batallón Presidencial, que murió no hace mucho tiempo en
Puerto Tejada, tenían en alta estima su raza y su nobleza de siempre. Era otro
hombre sabio, oriundo de Buenos Aires, con una gran cultura y una memoria
prodigiosa. Siempre reivindicó al negro por encima de quienes tanto los
lastimaron. Me haría largo en mencionar nombres de hombres y mujeres notables
de nuestra gente negra, nobles de corazón a quienes siempre llevaré en mi
mente. No puedo dejar de mencionar a Luis David Mosquera, una especie de
historiador natural del Patía. Tampoco puedo olvidar a don Ramón Ibarra, a
quien conocí con una edad de más de 100 años montando de a caballo y visitando
sus varias mujeres y sus numerosos hijos a lo ancho y largo del Valle del
Patía. Menos olvidaré a Inocencia Balanta, maestra de escuela de El Ciprés
descendiente de los negros cimarrones del Palenque del Castigo (Capellanías) o
a Julio Mosquera de los negros de Jamundí y Timba pero que había migrado al sur
de El Tambo.
El verdadero Amador Carabalí era
un negro curtido de sufrir, campesino de Quilcacé quien me contó historias de
lucha y de sufrimiento que nunca se borrarán de mi mente porque hacen parte de
mí. A ellos y a tantos amigos y amigas de la zona sur del municipio de El
Tambo, les dedico este capítulo.
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