Giorgio Agamben y el nudo borromeo |
El cómplice y el soberano
Por Giorgio Agamben
Intervención en la comisión DUPRE Commissione Dubbio e Precauzione Torino
28/11/22
Me gustaría compartir
con ustedes algunas reflexiones sobre la situación política extrema que hemos
vivido y de la que sería ingenuo creer que hemos salido o incluso podemos
salir. Creo que, incluso entre nosotros, no todos se han dado cuenta de que a
lo que nos enfrentamos es cada vez más a un abuso flagrante en el ejercicio del
poder o a una perversión —por grave que sea— de los principios del derecho y de
las instituciones públicas.
Creo más bien que nos enfrentamos a una línea de sombra que,
a diferencia de la de la novela de Conrad, ninguna generación puede creer que
puede cruzar impunemente.
Y si, algún día, los historiadores indagan en lo que ocurrió
al amparo de la pandemia, resultará, creo, que nuestra sociedad quizás nunca
había llegado a un grado tan extremo de abyección, irresponsabilidad y, al
mismo tiempo, descomposición.
Utilicé con razón estos tres términos, atados hoy en un nudo
borromeo, es decir, un nudo en el que cada elemento no puede ser desatado por
los otros dos. Y si, como afirman algunos no sin razón, la gravedad de una
situación se mide por el número de asesinatos, creo que incluso este índice
resultará ser mucho mayor de lo que se ha creído o se pretende creer.
Tomando prestada de Lévi-Strauss una expresión que utilizó
para Europa en la Segunda Guerra Mundial, se podría decir que nuestra sociedad
se ha «vomitado a sí misma».
Por eso creo que no hay salida para esta sociedad de la
situación en la que se ha encerrado más o menos conscientemente, a menos que
algo o alguien la pongan en cuestión de arriba abajo.
Pero no es de eso de lo que quería hablarles; más bien me
gustaría interrogarme junto con ustedes sobre lo que hemos hecho hasta ahora y
podemos seguir haciendo en una situación así. De hecho, estoy totalmente de
acuerdo con las consideraciones contenidas en un documento que fue difundido
por Luca Marini sobre la imposibilidad de una reconciliación. No puede haber
reconciliación con quienes han dicho y hecho lo que se ha dicho y hecho en
estos dos años.
No tenemos simplemente ante nosotros a hombres que se han
engañado a sí mismos o han profesado opiniones erróneas por alguna razón, que
podemos intentar corregir. Quienes piensan esto se engañan a sí mismos.
Tenemos ante nosotros algo diferente, una nueva figura del
hombre y del ciudadano, por utilizar dos términos conocidos en nuestra
tradición política.
En todo caso, se trata de algo que ha ocupado el lugar de
esa hendíadis (es la expresión de un único concepto mediante dos términos
coordinados) y que propongo denominar provisionalmente con un término técnico
en derecho penal: el cómplice; siempre que dejemos claro que se trata de una
figura especial de complicidad, una complicidad absoluta, por así decirlo, en
el sentido que trataré de explicar.
En la terminología del derecho penal, el cómplice es aquel
que ha realizado una conducta que no constituye en sí misma un delito, pero que
contribuye a la acción delictiva de otra persona, el reo.
Nos hemos enfrentado y nos enfrentamos a individuos —en
realidad, a toda una sociedad— que se ha hecho cómplice de un delito en el que
el reo está ausente o, en todo caso, es innombrable para ella. Una situación,
por tanto, paradójica, en la que sólo hay cómplices, pero falta el reo, una
situación en la que todos —ya sea el presidente de la República o un simple
ciudadano, el ministro de sanidad o un simple médico— actúan siempre como
cómplices y nunca como delincuentes.
Creo que esta singular situación puede permitirnos leer el
pacto hobbesiano (1) en una nueva perspectiva. Es decir, el contrato social ha
tomado la figura —que es quizás su verdadera y extrema figura— de un pacto de
complicidad sin el reo. Y este reo ausente coincide con el soberano cuyo cuerpo
está formado por la misma masa de cómplices y no es, por tanto, más que la
encarnación de esta complicidad general, de este ser cómplices, es decir,
plegados o entrelazados juntos, de todos los individuos.
Una sociedad de cómplices es más opresiva y asfixiante que
cualquier dictadura, porque quienes no participan en la complicidad —los
no-cómplices— están pura y simplemente excluidos del pacto social, ya no tienen
cabida en la ciudad.
Hay también otro sentido en el que se puede hablar de
complicidad, y es la complicidad no tanto y no sólo entre el ciudadano y el
soberano, sino también y más bien entre el hombre y el ciudadano.
Hannah Arendt mostró en repetidas ocasiones la ambigüedad de
la relación entre estos dos términos, y cómo en las Declaraciones de Derechos
se trata en realidad de la inscripción del nacimiento, es decir, de la vida
biológica del individuo, en el orden jurídico-político del Estado nación
moderno.
Los derechos sólo se atribuyen al hombre en la medida en que
es el presupuesto que se desvanece inmediatamente del ciudadano. La emergencia
permanente en nuestro tiempo del hombre como tal es un indicio de una crisis
irreparable en esa ficción de la identidad entre el hombre y el ciudadano en la
que se funda la soberanía del estado moderno.
Lo que hoy tenemos ante nosotros es una nueva configuración
de esta relación, en la que el hombre ya no transita dialécticamente hacia el
ciudadano, sino que establece una relación singular con éste, en el sentido de
que, con la natividad de su cuerpo, proporciona al ciudadano la complicidad que
necesita para constituirse políticamente, y el ciudadano, por su parte, se
declara cómplice de la vida del hombre, cuyo cuidado asume. Esta complicidad,
se habrán dado cuenta, es la biopolítica, que ahora alcanzó su configuración
extrema (y esperemos que definitiva).
La pregunta que quería plantearles, pues, es la siguiente:
¿hasta qué punto podemos seguir sintiéndonos obligados a esta sociedad?
O si, como creo, seguimos sintiéndonos de alguna manera
obligados a pesar de todo, ¿de qué manera y dentro de qué límites podemos
responder a esta obligación y hablar públicamente?
No tengo una respuesta exhaustiva, sólo puedo decirles, como
el poeta, lo que sé que ya no puedo hacer.
Ya no puedo, ante un médico o cualquiera que denuncie la
forma perversa en que se ha utilizado la medicina en los últimos dos años, no
poner en primer lugar en cuestión la propia medicina. Si no nos replanteamos
desde el principio en qué se ha convertido progresivamente la medicina, y quizás
toda la ciencia de la que pretende formar parte, no podremos esperar de ninguna
manera detener su curso letal.
Ya no puedo, ante un jurista o cualquiera que denuncie la
forma en que se ha manipulado y traicionado el derecho y la constitución, no
poner en cuestión en primer lugar el derecho y la constitución.
¿Es necesario, por no mencionar el presente, que recuerde
aquí que ni Mussolini ni Hitler necesitaron poner en cuestión las
constituciones vigentes en Italia y Alemania, sino que encontraron en ellas los
dispositivos que necesitaban para instaurar sus regímenes?
Es posible, pues, que el gesto de quienes hoy pretenden
fundar su batalla en la constitución y los derechos esté ya derrotado de
entrada.
Si evoqué esta doble imposibilidad, no es de hecho en nombre
de vagos principios metahistóricos, sino, por el contrario, como consecuencia
ineludible de un análisis preciso de la situación histórica en la que nos
encontramos. Es como si ciertos procedimientos o ciertos principios en los que
creíamos o, más bien, pretendíamos creer, hubieran mostrado ahora su verdadero
rostro, que no podemos dejar de mirar.
No pretendo con ello devaluar o considerar inútil el trabajo
crítico que hemos realizado hasta ahora y que sin duda seguiremos realizando
hoy aquí con rigor y agudeza. Este trabajo puede ser y es ciertamente útil
desde el punto de vista táctico, pero sería una prueba de ceguera identificarlo
simplemente con una estrategia a largo plazo.
En esta perspectiva, queda mucho por hacer y sólo puede
hacerse abandonando sin reservas conceptos y verdades que damos por sentados.
El trabajo que tenemos por delante sólo puede comenzar, según una bella imagen
de Anna Maria Ortese, ahí donde todo está perdido, sin compromisos y sin
nostalgias.
(1) El contrato
social de Hobbes se entiende, aquel acuerdo, real o hipotético, que los
miembros de un grupo realizan de manera libre y voluntaria, por el cual, ceden
parte de sus derechos naturales, a cambio de seguridad. La existencia del
contrato social implica la asunción de una serie de derechos y deberes y
también de unas leyes, a las que los ciudadanos están sometidos. El contrato
social de Hobbes justifica la existencia del orden social y del gobierno.
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