NI UNA PALABRA SOBRE EL NARCOTRÁFICO
(Artículo publicado el 9 de agosto de 2010 que vuelvo a publicar con ocasión de las palabras del presidente Santos en Oslo en relación a la "guerra contra las drogas")
La oligarquía colombiana quiere lavarse la cara de la mafia, pero no están dispuestos a renunciar a los recursos económicos que genera la economía criminal. Así lo demuestra el discurso de posesión de Juan Manuel Santos. Ni un “mu” sobre el asunto.
Para justificar su doble moral y cinismo, el presidente electo nos lanzó una adulación que sonó a insulto: “Los colombianos nos parecemos mucho a Álvaro Uribe Vélez”. La mayoría de los presentes - de su misma ralea -, aplaudieron rabiosamente.
Y es cierto. La sociedad colombiana está penetrada por el narcotráfico. El clorhidrato de cocaína es el principal producto de la economía colombiana. Ocupa un lugar especial en las exportaciones; encauza significativos recursos de insumos químicos y armas; inyecta descomunales capitales al sistema financiero nacional e internacional; dinamiza en las regiones el trabajo rural, el comercio y el transporte; activa todo el aparato judicial dado que es la principal causa directa e indirecta de delitos y crímenes; y estimula toda clase de “productos” culturales como novelas, música y otras “expresiones artísticas”.
Luis Carlos Galán Sarmiento en la década de los 80s del siglo pasado se enfrentó con valentía al problema. Representaba los intereses de la débil burguesía nacional que se resistía a ese fenómeno. La oligarquía lo traicionó, fue cómplice de su asesinato y decidió continuar con la alianza mafiosa que desde 1980 consagraron los ex-presidentes Turbay Ayala y López Michelsen en nombre de todo el establecimiento dominante.
Galán no podía entender que detrás de esa industria criminal existían intereses geopolíticos de amplio espectro. Creía que sólo era un tema de capos y mafiosos sin imaginar que era una herramienta imperial de intervención económica, política y territorial. Cuando empezaba a entenderlo, lo mataron. Los grupos guerrilleros y la izquierda legal todavía no lo descubren. Son inconscientemente conniventes.
Muy pocos sectores sociales se han enfrentado con decisión a ese problema. El año pasado el pueblo Nasa de los municipios caucanos de Jambaló y de Toribío se lanzó en una campaña de erradicación de los cultivos de coca pero se quedaron solos. Nadie los acompañó. Ellos constatan con desesperación que esa economía ilegal acaba con los lazos sociales y culturales de su pueblo. Sin embargo, su lucha local - valiente y casi suicida -, es infructuosa. Tienen que entender que es parte de una política imperial de amplia cobertura. La acción para acabar con ese flagelo debe ser de esa misma naturaleza.
Los ambientalistas colombianos y, gran parte de los activistas del mundo entero, saben que la producción y procesamiento de hoja de coca en Latinoamérica es uno de los más letales factores de deforestación, depredación y contaminación de nuestras selvas y bosques tropicales pero, hasta el momento no se han concertado acciones de denuncia a nivel orbital. Hay temores y también esquemas mentales que no lo han permitido.
La izquierda tradicional, que lucha por soberanía nacional - contra los TLCs y demás formas económicas de dominación del imperialismo -, frente al narcotráfico no dice nada. Explica el fenómeno como una consecuencia de la aplicación del “modelo capitalista”, lo define como un “resultado de la crisis de la economía agraria y campesina”, y por tanto, no lo concibe como instrumento en manos del imperio.
El tema es incómodo para todos. Carlos Ledher, uno de los primeros capos narcos que se destapó con su “Movimiento Latino Nacional”, predijo que en un futuro los insurgentes en Colombia se iban a financiar con dichos recursos. Lo que no podía imaginar era que esa economía ilegal iba a ser instrumento mortal de su degradación política.
Muchos sectores campesinos han aprendido a subsidiar su precaria economía con recursos provenientes de “jornalear raspando hoja de coca” (proletarios raspachines), o de algunos “ejercicios de cocina”, que consiste en procesar la base de cocaína en su primera etapa de transformación química. Igual, comerciantes pequeños y medianos son fundamentales para irrigar esos dineros hacia el resto de la economía nacional e internacional.
Los grandes capos de EE.UU., Europa, Japón, Rusia y China, y los todopoderosos dueños de Wall Street, que son quienes finalmente manejan el 90% de las ganancias que genera esa industria criminal, incluyen en los costos de producción los sobornos, crímenes, asesinatos, desplazamiento forzado, el aparato judicial y carcelario, y la misma guerra. Y no es de ahora. Desde la misma guerra del opio en China esa era su lógica de enriquecimiento. Los principales productos americanos del siglo XIX como el caucho, la quina, el añil, el tabaco, después el petróleo, siempre estuvieron salpicados por el crimen y la sangre de nuestros pueblos colonizados. Nosotros ponemos los muertos, ellos se quedan con las ganancias.
Hoy el nuevo gobierno promete Paz y reconciliación sin tocar para nada al narcotráfico. La situación de México es una muestra de que ello es imposible. Santos – al igual que muchos de sus antecesores -, recogiendo demagógicamente las propuestas del candidato del Polo Gustavo Petro, ofrece tierras, créditos, asistencia técnica para los campesinos, sin explicar cómo va a conseguir que los productos agrícolas puedan competir en un marco de economía globalizada, acuerdos de “libre comercio” y abandono total del campo por parte del Estado.
Colombia nunca podrá alcanzar la “prosperidad democrática” con ese cáncer en su organismo. Más de 30 años de evolución de esa enfermedad han hecho metástasis pero se quiere ocultar sus graves consecuencias en todos los campos, especialmente en la economía, la política y la cultura.
Las nuevas generaciones colombianas, los empresarios nacionales que han empezado a recuperar algo de la dignidad que demostró Luis Carlos Galán, y los trabajadores del campo y de la ciudad, debemos adelantar una verdadera campaña contra esa economía ilegal. Sólo si los pueblos somos superiores moralmente a nuestros opresores, podremos derrotar sus políticas y su sistema de vida.
Es claro que el único camino es la legalización mundial de las drogas. Es la única forma de regularizar y controlar la producción de la hoja de coca, acabar con el tráfico ilegal, controlar y despenalizar el consumo, quitarle la financiación a la violencia y destinar los recursos que se gastan en la represión a las drogas, tanto en la recuperación de nuestras laceradas economías como en la rehabilitación de los enfermos-adictos.
Rompamos con la complicidad y el silencio. Los “narcos”, pequeños y grandes, así sean indeseables, son sólo un subproducto del verdadero problema.