La tormenta (II)
Por William Ospina
(Tomada de El
Espectador)
Tan grave como decir “no he visto
el mar” o “no he visto el sol” sería tener que decir “no he visto el mundo”. Y
yo creo que, de verdad, no lo hemos visto.
Tal vez porque nuestras
mitologías y sobre todo nuestras teologías nos enseñaron que éramos una especie
distinta y superior, venida del cielo, que no se parecía a la tierra, que
estaba aquí por poco tiempo y que después volvía a su patria eterna, aprendimos
a comportarnos como visitantes, llamados a utilizarlo todo, a dominarlo todo, a
saquear el mundo y a no agradecer por nada.
Ha sido muy lento el proceso de
descubrimiento de que somos hijos de este mundo, diseñados por él,
condicionados por él; que todo en nosotros depende de las dimensiones del
planeta, de su gravedad, de su clima, de sus especies, de su diversidad, de su
equilibrio. Que todo daño que hacemos al entorno lo pagaremos con asfixia, con
peste y con llagas, porque o somos parte de la salud del planeta o fatalmente
seremos parte de su enfermedad y de su agonía.
Alguna vez Macedonio Fernández
declaró que nunca se había sentido tan interesado en el tema de la respiración
como una vez en que estuvo a punto de ahogarse. Es duro pensar que sólo empezamos
a ver realmente el mundo a partir del momento en que sentimos que el mundo nos
falta. Cuando estemos a punto de perderlo descubriremos que estábamos en el
paraíso. Ahora, viendo los bosques arrasados, los ríos contaminados, los
glaciares derretidos, los polinizadores diezmados, las bandadas extraviadas,
los cardúmenes sin rumbo, el mar infestado por un continente de basura, las
epidemias potenciadas, ahora que no podemos cantar “Vamos a la playa, calienta
el sol”, sin preguntar enseguida con angustia si llevamos el bloqueador solar
adecuado, comprendemos que la inmensa morada terrestre puede tratarnos como
cosa ajena, que tanto jugamos a no ser de aquí que el mundo podría empezar a
tratarnos como extranjeros.
Y también es posible que no
hayamos visto a la humanidad. Hemos pasado la historia de tal manera divididos
en razas, en lenguas, en religiones, en tribus, en naciones, de tal manera
trenzados en guerras y conflictos, que nos resultó siempre difícil vernos como
miembros de una misma especie y como partes de un proyecto común.
Ahora tenemos urgentes tareas
compartidas que nos ayudarán a sentirnos parte de un proyecto solidario, gotas
del mismo río, hojas del mismo bosque y caras de un mismo sueño. La tarea
urgente de sustitución de fuentes de energía marca poderosamente la agenda
planetaria. Ya Alemania y Dinamarca han emprendido incluso la tarea de cerrar
sus centrales nucleares y de depender en un ciento por ciento de energías
limpias. Es algo que pueden hacer los Estados, pero qué alivio histórico saber
que cada quien puede conseguir un par de paneles solares y empezar por asegurar
energía limpia para su propia casa, recortando de paso la factura mensual. Qué
bueno conectarse directamente con el sol, como los girasoles, y no alimentar
los circuitos del poder o de la corrupción.
Hace poco Jeremy Rifkin ha dicho
que está terminando la edad de los combustibles fósiles, que ya comienza su
sustitución por energía solar y eólica, que esa energía ilimitada en el futuro
será gratuita, que está comenzando la tercera revolución industrial “basada en
las energías sostenibles y las consecuencias de internet como la economía
colaborativa”, que “el 90 % de los automóviles va a desaparecer y que la
inmensa mayoría de los que queden serán eléctricos y sin conductor”, que llegó
la edad de las reforestaciones masivas y de la energía limpia, que ya
“Copenhague quiere convertirse en la ciudad más verde del mundo”.
Paradójicamente nada resulta más
favorable para la expansión de los bosques que la sobreabundancia de dióxido de
carbono en la atmósfera, de modo que lo que hoy se requiere es inteligencia y
voluntad. Pero la manera misma del proyecto industrial tendrá que ser examinada
a fondo, porque aunque lográramos un 100 % de energía limpia, ilimitada y
gratuita, igual podría hacer colapsar el mundo un modelo de saqueo irrespetuoso
y depredador, que ve en la naturaleza sólo una fría bodega de recursos, en la
humanidad un mero rebaño de operadores y consumidores, y en el mundo apenas un
escenario desangelado para los designios de una acumulación ciega y sórdida.
La idea del desarrollo concebido
como mera multiplicación de mercancías y aumento de la rentabilidad parece una
variación ya sin poesía del viejo desvelo de los alquimistas por convertir
todas las cosas en oro, y contiene en su almendra una alarmante negación de la
vida como diversidad, como contención, como profusión y como equilibrio. Porque
de todas las cosas que caracterizan al mundo ninguna es más evidente, y a la
vez más alarmante para los designios del gran capital, que su gratuidad.
Originalmente, todo en este mundo es gratuito, y fue Chesterton quien dijo que
“ni siquiera podemos saber qué tan ricos o pobres somos, porque todo es
regalo”.
Es la iniciativa múltiple y
autónoma de los ciudadanos lo único que puede detener la degradación de las
democracias en todo el planeta. Son urgentes los planes masivos de
reforestación aliados con el conocimiento necesario para proteger la
biodiversidad amenazada. Es urgente salvar las cuencas, proteger los ríos y
curar los manantiales. Y también es urgente un cambio de estilo de vida que
libere de la excesiva presión al cuerpo y al mundo: sinceramente, yo creo que
empieza a ser urgente al mismo tiempo desconectarse de los mecanismos y
encenderse en términos creativos.
Necesitamos una revolución del
afecto, una relectura de la historia para superar la idea absurda de que hay
seres importantes y seres no importantes, seres con historia y seres sin
historia. Hay que leer el hermoso libro Vidas minúsculas de Pierre Michon, o el
libro Europa y la gente sin historia, para comprender cuán equivocados hemos
estado en la mirada sobre el papel que jugamos en el mundo.
No hay ser humano
que no sea una síntesis de su época. La democracia es de verdad una necesidad,
pero la democracia no puede ser una oscura tiranía de burócratas ni una
manipulación de castas ni algo gobernado por el poder del dinero. Más que un
sistema de derechos y de responsabilidades, la democracia tiene que ser un
seguro de equilibrio en el que sólo si cada quien tiene lo elemental, tiene
valor y dignidad, puede haber paz y convivencia verdadera.
Hay un relato de Ray Bradbury
donde alguien grita que viene la tormenta. Cuando los otros, alarmados, le
preguntan: “Dónde, dónde viene?”, él responde: “Nosotros, la tormenta somos
nosotros”.
Los jóvenes, que por definición
aman el riesgo y la aventura, tienen que saber que su deber es ser los
protectores de los jaguares y los médicos de los manantiales. Es la voz de la
tierra la que viene a decirnos que sólo bajo esos signos tal vez salvaremos
esta aventura hoy en peligro, porque el mundo es tan grande que ya sólo se lo
puede salvar en cada sitio, en la raíz de cada árbol, en la fuente de cada río.
Si viene la tormenta, que la
tormenta seamos nosotros, o, como acabo de leer en alguna parte, según la
sentencia del pueblo hopi, “nosotros somos aquellos a los que estábamos
esperando”.
Fragmento de Solidaridad y
futuro, un ensayo del nuevo libro “El taller, el templo y el hogar”.
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