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viernes, 3 de febrero de 2023

Safo

 

Safo

(Tomado de “El infinito en un junco” de Irene Vallejo)

Safo —lo cuenta ella misma— era bajita, morena y poco atractiva. Nació en una familia aristocrática venida a menos. A diferencia de Cleobulina, no era hija de reyes. Su hermano mayor dilapidó la fortuna familiar, o lo que quedaba de ella. La casaron con un extraño, como era habitual, y tuvo una hija. Todo la encaminaba a una vida anónima.

Las mujeres griegas no escribían poesía épica, claro. No conocían la experiencia de las armas porque las batallas eran el peligroso deporte de la aristocracia masculina. Además, ellas no podían llevar la vida libre e itinerante de los aedos, viajando de ciudad en ciudad para ofrecer su canto.

Tampoco participaban en los banquetes, ni en las competiciones deportivas, ni en los asuntos políticos. ¿Qué podían hacer? Cobijaban recuerdos. Como esas niñeras y abuelas que contaban cuentos a los hermanos Grimm, transmitían de generación en generación leyendas viejísimas. También componían cantos para los coros femeninos (canciones de boda, canciones en honor de los dioses, canciones para bailar). Y hablaban de sí mismas en poemas para una sola voz, acompañados de la lira —de ahí proviene el término «poesía lírica»—. Se trataba de universos obligatoriamente pequeños y locales. Aun así, de forma casi milagrosa, algunas mujeres lanzan desde su rincón una mirada original y fulminan los muros que las aprisionan. Lo hizo Safo. Lo harían otras reclusas transgresoras como Emily Dickinson o Janet Frame.

Safo escribió: «Dicen algunos que nada es más hermoso sobre la negra tierra que un escuadrón de jinetes, o de infantes, o de naves. Pero yo digo que lo más bello es la persona amada». Estas palabras sencillas esconden una revolución mental. Cuando se escribieron, en el siglo VI a. C., rompieron los esquemas tradicionales. En un mundo profundamente autoritario, el poema sorprende porque contiene múltiples perspectivas, e incluso parece celebrar la libertad del desacuerdo. Además, se atreve a cuestionar aquello que la mayoría admira: los desfiles, los ejércitos, el despliegue y el alarde de poder.

Seguramente Safo habría cantado lo mismo que Georges Brassens sobre su mala reputación: «Cuando la fiesta nacional/ yo me quedo en la cama igual/ que la música militar/ nunca me supo levantar». Frente a las aburridas exhibiciones de músculo guerrero, ella prefería sentir y evocar el deseo. «Lo más bello es lo que cada uno ama». Inesperado, este verso afirma que la belleza está primero en la mirada del amante; que no deseamos a quien nos parece más atractivo, sino que nos parece atractivo porque lo deseamos.

Según Safo, quien ama crea la belleza; no se rinde a ella como suele pensar la gente. Desear es un acto creativo, al igual que escribir versos. Favorecida con el don de la música, la menuda y fea Safo podía ataviar con sus pasiones el minúsculo mundo que la rodeaba, y embellecerlo.

En algún momento, la biografía de Safo dio un giro. Su matrimonio acabó y ella cambió las rutinas del hogar por una nueva actividad que no conocemos bien. Recurriendo a los deteriorados fragmentos que nos han llegado de sus versos y a través de noticias sobre ella, podemos reconstruir el ambiente poco convencional en el que vivió esos años. Sabemos que dirigió un grupo de chicas jóvenes, hijas de familias ilustres. Sabemos también que se enamoró en momentos sucesivos de algunas de ellas —Atis, Dica, Irana, Anactoria—, y que juntas componían poesía, hacían sacrificios a Afrodita, trenzaban coronas de flores, sentían deseo, se acariciaban, cantaban y bailaban, ajenas a los hombres. De vez en cuando, una de estas adolescentes se marchaba, quizá para casarse, y la separación hacía sufrir a todas. Por último, nos dicen que en la isla de Lesbos había otros grupos parecidos, dirigidos por mujeres a las que Safo considera enemigas. Y se siente dolorosamente traicionada por las chicas que la dejan para entrar en un círculo rival.

Se piensa —pero es solo conjetura— que eran thíasoi femeninos, una especie de clubs religiosos donde las adolescentes, bajo la dirección de una mujer carismática, aprendían poesía, música y danza, honraban a los dioses, y tal vez exploraban su erotismo poco antes del matrimonio. En todo caso, los amores de Safo por sus protegidas no eran sentimientos condenados, sino reconocidos y deseados incluso. Los griegos creían que el amor era la principal fuerza educadora. No respetaban demasiado al maestro que enseñaba por dinero, corriendo detrás de la clientela y reclamando su pago.

Para su mentalidad aristocrática, aceptar un trabajo remunerado era propio de desharrapados. Les gustaba más el profesor que escogía a nuevos discípulos solo al descubrir en ellos un destello especial y entregaba su sabiduría, sin el estorbo de peticiones salariales, enamorándose y seduciendo —ni más ni menos que lo que hacía Sócrates—. En Grecia, miraban ese tipo de homosexualidad pedagógica como algo incluso más digno y elevado que las relaciones heterosexuales.

El poema más conocido de Safo se desarrolla en la boda de una joven amiga que ya no volverá al grupo. Para Safo, es la fiesta del adiós: «Me parece igual que un dios ese hombre/ que está sentado frente a ti/ y cautivo te escucha/ mientras le hablas con dulzura. Tu risa encantadora/ me ha turbado el corazón en el pecho:/ Si te miro, la voz no me obedece;/ mi lengua se quiebra/ y bajo la piel, un tenue fuego me recorre/ ya no veo, mis oídos zumban/ brota el sudor, un temblor entero me sacude;/ y estoy pálida, más que la hierba/ Siento que me falta poco para morir».

Estos versos en los que palpita el deseo han escandalizado a muchos lectores. Siglo tras siglo, Safo ha sufrido un verdadero alud de incomprensión, caricaturas y comentarios malintencionados hurgando en su vida privada. Ya Séneca menciona un ensayo titulado «¿Fue Safo una puta?». En el otro extremo, un remilgado filólogo del siglo XIX escribió, para guardar las formas y proteger al mundo de las obscenidades paganas, que «dirigía un internado de señoritas». En el año 1073, el papa Gregorio VII había ordenado quemar todos los ejemplares de sus poemas, por su peligrosa inmoralidad.

En un fragmento de apenas una línea que, por azar, ha llegado hasta nosotros, leemos: «yo afirmo que alguien se acordará de nosotras». Y, aunque aquella posibilidad parecía rozar lo imposible, casi treinta siglos después seguimos escuchando la voz tenue de aquella mujer bajita.

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