Safo
(Tomado de “El infinito en un junco” de Irene
Vallejo)
Safo —lo cuenta
ella misma— era bajita, morena y poco atractiva. Nació en una familia
aristocrática venida a menos. A diferencia de Cleobulina, no era hija de reyes.
Su hermano mayor dilapidó la fortuna familiar, o lo que quedaba de ella. La
casaron con un extraño, como era habitual, y tuvo una hija. Todo la encaminaba
a una vida anónima.
Las mujeres
griegas no escribían poesía épica, claro. No conocían la experiencia de las
armas porque las batallas eran el peligroso deporte de la aristocracia
masculina. Además, ellas no podían llevar la vida libre e itinerante de los
aedos, viajando de ciudad en ciudad para ofrecer su canto.
Tampoco
participaban en los banquetes, ni en las competiciones deportivas, ni en los
asuntos políticos. ¿Qué podían hacer? Cobijaban recuerdos. Como esas niñeras y
abuelas que contaban cuentos a los hermanos Grimm, transmitían de generación en
generación leyendas viejísimas. También componían cantos para los coros
femeninos (canciones de boda, canciones en honor de los dioses, canciones para
bailar). Y hablaban de sí mismas en poemas para una sola voz, acompañados de la
lira —de ahí proviene el término «poesía lírica»—. Se trataba de universos
obligatoriamente pequeños y locales. Aun así, de forma casi milagrosa, algunas
mujeres lanzan desde su rincón una mirada original y fulminan los muros que las
aprisionan. Lo hizo Safo. Lo harían otras reclusas transgresoras como Emily
Dickinson o Janet Frame.
Safo escribió:
«Dicen algunos que nada es más hermoso sobre la negra tierra que un escuadrón
de jinetes, o de infantes, o de naves. Pero yo digo que lo más bello es la
persona amada». Estas palabras sencillas esconden una revolución mental. Cuando
se escribieron, en el siglo VI a. C., rompieron los esquemas tradicionales. En
un mundo profundamente autoritario, el poema sorprende porque contiene
múltiples perspectivas, e incluso parece celebrar la libertad del desacuerdo.
Además, se atreve a cuestionar aquello que la mayoría admira: los desfiles, los
ejércitos, el despliegue y el alarde de poder.
Seguramente Safo
habría cantado lo mismo que Georges Brassens sobre su mala reputación: «Cuando
la fiesta nacional/ yo me quedo en la cama igual/ que la música militar/ nunca
me supo levantar». Frente a las aburridas exhibiciones de músculo guerrero,
ella prefería sentir y evocar el deseo. «Lo más bello es lo que cada uno ama».
Inesperado, este verso afirma que la belleza está primero en la mirada del
amante; que no deseamos a quien nos parece más atractivo, sino que nos parece
atractivo porque lo deseamos.
Según Safo, quien
ama crea la belleza; no se rinde a ella como suele pensar la gente. Desear es
un acto creativo, al igual que escribir versos. Favorecida con el don de la
música, la menuda y fea Safo podía ataviar con sus pasiones el minúsculo mundo
que la rodeaba, y embellecerlo.
En algún momento,
la biografía de Safo dio un giro. Su matrimonio acabó y ella cambió las rutinas
del hogar por una nueva actividad que no conocemos bien. Recurriendo a los
deteriorados fragmentos que nos han llegado de sus versos y a través de
noticias sobre ella, podemos reconstruir el ambiente poco convencional en el
que vivió esos años. Sabemos que dirigió un grupo de chicas jóvenes, hijas de
familias ilustres. Sabemos también que se enamoró en momentos sucesivos de
algunas de ellas —Atis, Dica, Irana, Anactoria—, y que juntas componían poesía,
hacían sacrificios a Afrodita, trenzaban coronas de flores, sentían deseo, se
acariciaban, cantaban y bailaban, ajenas a los hombres. De vez en cuando, una
de estas adolescentes se marchaba, quizá para casarse, y la separación hacía
sufrir a todas. Por último, nos dicen que en la isla de Lesbos había otros
grupos parecidos, dirigidos por mujeres a las que Safo considera enemigas. Y se
siente dolorosamente traicionada por las chicas que la dejan para entrar en un
círculo rival.
Se piensa —pero
es solo conjetura— que eran thíasoi
femeninos, una especie de clubs religiosos donde las adolescentes, bajo la
dirección de una mujer carismática, aprendían poesía, música y danza, honraban
a los dioses, y tal vez exploraban su erotismo poco antes del matrimonio. En todo
caso, los amores de Safo por sus protegidas no eran sentimientos condenados,
sino reconocidos y deseados incluso. Los griegos creían que el amor era la principal
fuerza educadora. No respetaban demasiado al maestro que enseñaba por dinero,
corriendo detrás de la clientela y reclamando su pago.
Para su
mentalidad aristocrática, aceptar un trabajo remunerado era propio de desharrapados.
Les gustaba más el profesor que escogía a nuevos discípulos solo al descubrir
en ellos un destello especial y entregaba su sabiduría, sin el estorbo de
peticiones salariales, enamorándose y seduciendo —ni más ni menos que lo que
hacía Sócrates—. En Grecia, miraban ese tipo de homosexualidad pedagógica como
algo incluso más digno y elevado que las relaciones heterosexuales.
El poema más
conocido de Safo se desarrolla en la boda de una joven amiga que ya no volverá
al grupo. Para Safo, es la fiesta del adiós: «Me parece igual que un dios ese
hombre/ que está sentado frente a ti/ y cautivo te escucha/ mientras le hablas
con dulzura. Tu risa encantadora/ me ha turbado el corazón en el pecho:/ Si te
miro, la voz no me obedece;/ mi lengua se quiebra/ y bajo la piel, un tenue
fuego me recorre/ ya no veo, mis oídos zumban/ brota el sudor, un temblor
entero me sacude;/ y estoy pálida, más que la hierba/ Siento que me falta poco
para morir».
Estos versos en
los que palpita el deseo han escandalizado a muchos lectores. Siglo tras siglo,
Safo ha sufrido un verdadero alud de incomprensión, caricaturas y comentarios
malintencionados hurgando en su vida privada. Ya Séneca menciona un ensayo
titulado «¿Fue Safo una puta?». En el otro extremo, un remilgado filólogo del
siglo XIX escribió, para guardar las formas y proteger al mundo de las
obscenidades paganas, que «dirigía un internado de señoritas». En el año 1073,
el papa Gregorio VII había ordenado quemar todos los ejemplares de sus poemas,
por su peligrosa inmoralidad.
En un fragmento
de apenas una línea que, por azar, ha llegado hasta nosotros, leemos: «yo
afirmo que alguien se acordará de nosotras». Y, aunque aquella posibilidad
parecía rozar lo imposible, casi treinta siglos después seguimos escuchando la
voz tenue de aquella mujer bajita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario