¿PAZ O PACIFICACIÓN?
NO IMPORTA, EL PUEBLO AVANZA
Popayán, 29 de noviembre de 2018
Se cumplen dos (2) años de la firma
final de los acuerdos entre los dirigentes de las Farc y el gobierno de Juan
Manuel Santos. Se elaboran y publican diversos balances del “proceso” en cuanto
a cumplimiento y avance de los diferentes compromisos adquiridos por las partes
firmantes y se reflexiona sobre el impacto de ese hecho para la sociedad
colombiana.
Para algunos es algo histórico
mientras para otros es una farsa. Para unos fue una decisión soberana del
gobierno colombiano y para otros fue una imposición del gran capital global. Calificar
ese suceso es tan difícil que hasta los mismos dirigentes de la guerrilla están
divididos frente a la interpretación de los hechos anteriores y subsiguientes a
la firma.
“Cada quien califica la fiesta
según como le haya ido” reza el dicho popular. Lo que queda en nuestro
imaginario es que se desmovilizó y desarmó a una parte de la “guerrillerada”
fariana pero las causas de la existencia de grupos armados ilegales siguen vivas
y vigentes. El narcotráfico está allí y muy poca gente realmente está
interesada en acabarlo.
Se vaticinaba que al desaparecer
las Farc como actor político armado se iba a terminar la estigmatización y
persecución de los dirigentes sociales acusados de ser colaboradores de la
guerrilla. No ocurrió así. Lo real es que, empezando por Petro, candidato presidencial
y hoy senador, el acoso, cacería y asesinato de líderes de oposición continúa con
saña y rencor.
Al contrario, la muerte física y
virtual acecha a los dirigentes de la oposición democrática, mucho más ahora
que las fuerzas políticas del establecimiento oligárquico se encuentran a la
defensiva ante las aparición de múltiples pruebas que los comprometen a todos con
la corrupción sistémica y los muestran como lo que realmente son: mandaderos
y sirvientes de los grandes potentados capitalistas.
Duque y Uribe en el gobierno lograron
entender que la concertación de la “paz” con las Farc era una de las
condiciones para que la llamada “comunidad internacional”, entre ella la OCDE, admitiera
a Colombia en ese “foro económico” que es una especie de “para-Estado global”. Así,
la decisión del gobierno colombiano no era totalmente soberana y autónoma.
Ahora, en las evaluaciones y reflexiones
que nos interesa hacer pensando en el futuro se puede apreciar que la
dirigencia de las Farc era consciente de esa realidad global y nacional y, por
ello, aceptaron la imposición de las llamadas “líneas rojas”, o sea, la
condición de que la negociación y los acuerdos no afectarían la esencia del
sistema económico ni la estructura del régimen político vigente.
Aceptaron esas condiciones creyendo
que el proceso de paz desencadenaría un movimiento social capaz de romper las
limitaciones impuestas por el gobierno. Pero, los comandantes farianos calcularon
mal. No se generó ese gran movimiento y la casta dominante logró su objetivo
con un costo mínimo. Es la misma ilusión que tiene el Eln sin que exista razón
alguna para pensar que su proceso vaya a ser diferente al de las Farc.
Es evidente que el conjunto de la
población aspira a la paz pero muy poca gente estaba dispuesta a movilizarse al
lado de las Farc para obtener las metas que esa organización pretendía lograr.
Es más, la mayoría de sus “conquistas formales” (acuerdos firmados) no están
–como lo ha demostrado la vida– apoyadas por un gran movimiento social y
político.
La oligarquía global jugó a tres
bandas y jugó bien. Santos convencía a las Farc con expertos negociadores,
algunos conscientes de su papel de comodines y otros convencidos que el Estado cumpliría.
Uribe jugaba desde el campo contrario para servir de contrapeso. Y la “comunidad
internacional” presionaba desde afuera –como lo sigue haciendo– para posar de
pacifistas y democráticos cuando en realidad solo les interesan las condiciones
de inversión que requieren sus empresas. Todos ellos sabían cuál era el
objetivo y el negocio.
Pero el topo sigue cavando y
avanzando. Es indudable que ha sido muy positivo para nuestro pueblo que el
fantasma de una guerrilla comunista triunfante haya desaparecido del imaginario
colectivo. Por tanto, la evaluación no debe girar alrededor de la falsa
creencia de que las armas eran la herramienta ideal para obligar al gobierno a
cumplir los acuerdos firmados. No, por allí no es el asunto. La lucha armada
guerrillera había sido instrumentalizada por el gran capital y dentro de esa
lógica no había ninguna salida.
El terreno para el protagonismo
de la sociedad está despejado. Las fuerzas sociales que requieren el verdadero
cambio vienen reaccionando. Colombia por fin se encamina hacia una verdadera
democratización, no como resultado de la negociación con las clases dominantes
sino por efecto del avance consciente de amplios sectores populares que van
entendiendo que solo la fuerza de su organización y movilización es la única
garantía para construir una verdadera y efectiva justicia social.
Hay que aprender de lo ocurrido
en los países de Sudamérica con los gobiernos progresistas. Ya no se trata solo
de elegir un gobierno o presidente para administrar el Estado de la burguesía
financiera. Sin renunciar a dicha tarea (ojalá corrigiendo muchas cosas) tenemos
que apropiarnos de la calle y, paralelamente, construir “desde abajo” formas
creativas de auto-gobiernos y de organizaciones sociales que implementen con absoluta
autonomía nuevas formas de gestión económica y cultural de los recursos que
tenemos en nuestras manos y que por falta de claridad cedemos de manera insulsa
al capital financiero.
El “proceso de paz” debe ser
evaluado desde “afuera” sin encerrarnos en su dinámica burocrática y aislada.
Debemos estar atentos a lo que ocurre en la sociedad en su conjunto teniendo en
cuenta que sin proponérselo la oligarquía ayudó a despejar el horizonte y los
resultados están a la vista: el pueblo avanza y las castas dominantes
retroceden. Eso es lo importante.
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