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miércoles, 4 de abril de 2018

EL SUEÑO DE AMADOR


EL SUEÑO DE AMADOR

Amador viajaba de Cali hacia Guachené. Era un joven líder de las comunidades negras del Cauca que aspiraba a concretar en hechos reales las expectativas creadas por la Ley 70 de 1993, que se había aprobado como desarrollo del artículo transitorio 55 de la Constitución Política de 1991. En la tarea de concretar esa aspiración se la habían jugado los dirigentes indígenas que fueron elegidos a la Asamblea Constituyente, Lorenzo Muelas y Alfonso Peña Chepe, con ayuda de los dirigentes del M-19, el apoyo incondicional del maestro Orlando Fals Borda quien fue su gran inspirador y el trabajo callado de cientos de dirigentes negros que habían luchado con mucho sacrificio desde décadas pasadas.

Había decidido irse por Puerto Tejada para llegar a su viejo pueblo por la vía que pasa por Obando, Cabaña y San José, veredas que hacía mucho tiempo no visitaba. Podía haber viajado por la carretera panamericana, atravesarse por Villarrica y la vereda Primavera para conectar con la carretera que va por la fábrica de Propal. Algo lo llevó a cambiar de rumbo en “el Puerto”. Así llaman a esa ciudad sus propios pobladores que en la actualidad es un auténtico campamento de corteros de caña y de jóvenes desempleados que viven la tragedia de la descomposición social y la vida miserable. Esta situación se ha agudizado desde hace algo más de treinta años cuando llegó a su máxima expresión el proceso de despojo de las tierras de las comunidades campesinas negras de los valles de los ríos Palo, Desbaratado, La Paila y Guengué, afluentes del río Cauca, a manos de los terratenientes agroindustriales productores de caña de azúcar.

Puerto Tejada en verdad fue un puerto fluvial. Cuando fue fundada en 1913 ya se exportaban desde ese sitio grandes cantidades de cacao, café, ganado, frutales y toda clase de productos que eran transportados por el río Cauca y descargados en Puerto Mallarino, que en la actualidad es un barrio de Cali. Desde allí, vía ferrocarril se llevaba el cacao a Buenaventura y se exportaba hacia los EE.UU. Todo era producido en las fincas tradicionales que durante muchas décadas los afrodescendientes esclavos construyeron como estrategia de sobrevivencia después de huir por más de un siglo de las haciendas “negreras” de propiedad de Sergio y Julio Arboleda, entre las que se destacaban las de Japio, Quintero, Obando y Pílamo. 

Hoy Puerto Tejada ya no es un verdadero puerto. Las gentes han olvidado la historia que se concentra en una ciudad. Las penurias de un pueblo secuestrado del África, que fue vilipendiado y maltratado en los largos viajes que los obligaron a hacer atravesando el Océano Atlántico, siendo apilados como animales, en donde morían más de la mitad de los que embarcaban y eran desperdigados por toda América. El mercado de esclavos se especializó en traer mujeres y hombres jóvenes, fuertes y en capacidad de reproducirse en el nuevo mundo. Así mismo, se traía en cada “lote” un grupo de artesanos expertos en fundición, forja y elaboración de herramientas de hierro, técnicos naturales especializados en construcciones de diferente tipo entre las cuales las más necesarias eran las lacustres para vivir cerca de los ríos y pantanos. También preferían peluqueros, cocineros y gente diestra en otros oficios como la cestería, la cerámica y otras artes que tenían gran valía en los nuevos territorios dado que en muchas zonas los indios nativos preferían destruir sus propios talleres artesanales a compartirlos con el invasor europeo.

Amador iba pensando en sus vidas que cargaban con las herencias de su pueblo afrodescendiente. Sabía que los españoles se habían esforzado por revolver esclavos provenientes de diferentes regiones de África, de pueblos diversos con lenguas y culturas disímiles para que no pudieran construir comunidad. Les tenían miedo y estaban decididos a reducirlos al máximo. Individuos tan diferentes como un bosquimano se encontraba al lado de un massai o un kamba. Un rey de la Costa de Marfil podría ser ayudante de un antiguo esclavo de Angola o un maestro de las varas de Etiopía estaría extrayendo sal en las minas de El Salado en Tierradentro bajo el mando de un ogoni de origen nigeriano. Sin embargo, los africanos siempre encontraron formas de entendimiento, sus dioses tenían ciertas similitudes y su capacidad mística, su espíritu festivo, su integración con la naturaleza y el color de la piel les permitió encontrar formas de identificación propia.

Sin saber cómo, de un momento a otro, el joven dirigente se encontró camino a casa de su anciano amigo Diógenes, ubicada en Perico Negro, vereda muy cercana a la ciudad de Puerto Tejada. Parecía que una fuerza interior lo hubiera llevado a ese lugar. La casa tenía un largo zaguán que desembocaba en un patio situado en la parte trasera como si se hubiera construido para realizar reuniones clandestinas. Cuando llegó a ese patio vio que estaban reunidas cuatro personas de su misma raza pero todos mayores. Creyó estar interrumpiendo una reunión previamente acordada pero la voz gruesa y pastosa del más viejo lo tranquilizó – en parte –, pero también lo inquietó de una forma extraña, como pasa con los nervios controlados de alguien que está al corriente que va a realizar algo arriesgado pero sabe que le va a traer beneficios.

– “Lo estábamos esperando” – dijo el viejo Griseldino, que así se llamaba el hombre de 84 años que estaba sentado en una pequeña butaca hecha de un pedazo de tronco al que le habían cortado en forma pareja tres gruesas ramas para que adquiriera la forma de lomo de un animal salvaje en donde un humano se pudiera sentar con comodidad.

Amador comprendió de inmediato que había una conexión entre él y los cuatro ancianos que decían que lo estaban esperando. No sintió ningún miedo ni aprensión y se sentó con ellos como si en realidad fuera el que faltaba. Los otros personajes eran Inocencia, una vieja de 76 años, menuda, alegre y ágil conversadora que se autodefinía como compiladora y “contaora” de cuentos, mitos y leyendas de las comunidades negras; Félix, un negro flaco y desgarbado a quien se le veían las gruesas venas en sus brazos y en sus ojos le brotaba la bondad a borbotones, quien ya había cumplido los 78 años – según el mismo dijo –; y Diógenes, quien era una especie de historiador más formal de las comunidades afrodescendientes del norte del Cauca, preocupado por recoger y escribir sobre la cultura negra, las costumbres ancestrales, la medicina tradicional y todo lo que fuera digno de ser resaltado en esas vidas de sufrimiento, discriminación, exclusión y abandono social que siempre han sufrido estas comunidades, pero que ellos soportan con entereza y dignidad que muchos confunden con conformismo y pasividad.

Griseldino era el maestro de la ceremonia. Era un médico tradicional negro, alto y completamente calvo. Su piel no estaba tan arrugada y brillaba como la de un mozuelo de 20 años. Su mirada era firme pero serena y trasmitía fortaleza y seguridad. Había heredado el arte de las yerbas, la magia de escuchar los sonidos que nadie escucha, y la ciencia de conocer las almas de los hombres. Su padre y madre habían sido curanderos, sobanderos y parteros. Sufrieron la persecución de las autoridades y los curas quienes los acusaban de ser brujos y de prestarse para maleficios. Ellos se refugiaron en la vereda de El Silencio, ubicada al sur de Guachené, cuidaban su finca tradicional como a las niñas de sus ojos, cultivaban plantas medicinales y vivían en contacto con el río, pescando, lavando oro, y haciendo todas las actividades que los campesinos negros de esa región realizaban en forma natural y cotidiana.  

El grupo de sabios negros se había reunido ese día para compartir sus experiencias y hablar de política. Era un domingo a las 7 y media de la mañana. Habían empezado hablando sobre la ausencia de liderazgos genuinos. Se quejaban de que los dirigentes que representaban a las comunidades en las “comisiones consultivas” que se habían constituido para desarrollar lo establecido en la Ley 70 no se alimentaban del espíritu de su pueblo. “Cada uno va por lo suyo”, decía Inocencia. Por ello habían surgido tantas fundaciones y corporaciones que ahora les llamaban “oeneges”. Por esa misma razón la Asociación de Usuarios Campesinos había sido desvirtuada y convertida en un negocio de blancos, pardos y “gente desteñida”. Ese término se lo habían escuchado a Sabas Casaram, un viejo patriarca negro, ilustrado y sabio, quien vivía por esos tiempos en Puerto Tejada.

En el piso, en medio de los cinco personajes que estaban reunidos en esa vieja casa de Perico Negro se destacaba una gran botella verde de las que se utilizan para envasar champaña. No tenía papeles ni marcas por fuera. A su lado había un platón de aluminio, varios tabacos y una caja de fósforos. La botella tenía un líquido transparente y muchas yerbas que Amador alcanzaba a observar ligeramente. Diógenes le insinuó que enviara a traer una media botella de aguardiente que se requería para continuar con la sesión, ya que la botella estaba a medio llenar. Aunque Amador no entendía bien si era que se iban a poner a tomar trago, sacó un billete de 10 mil pesos y la mandó a conseguir. Una jovencita que estaba atenta a lo que necesitaran trajo presurosa la botella de licor. Procedieron a descorcharla y con mucha ceremonia la vertieron en el botellón verde. El viejo Griseldino inició una especie de ritual que el visitante parecía haber interrumpido. “No te preocupes Amador, nosotros ya habíamos empezado pero todo esto está hecho para ti”.

Llenaron el platón con agua del pozo que estaba cerca. Félix sacó cuatro fósforos de la cajita que alcanzaba a mostrar la marca de la fábrica “El Sol”. Le entregó los fósforos a Amador colocándoselos frente a sus ojos y diciéndole: “Coge los cuatro fósforos a la vez y préndelos de una sola. Todos deben prender. Si uno queda sin fuego, no sirve y hay que hacerlo de nuevo. Luego, cerrando los ojos los lanzas con fuerza sobre el centro del platón lleno de agua y te mantienes con los ojos cerrados hasta que Griseldino te ordene abrirlos”.

Así lo hizo Amador. Ahora sí estaba un poco nervioso. Le pasaron un aguardiente triple en una copa de metal con la orden de tomarlo de un solo trago. Después de tomarlo no sintió ni el ardor en la garganta ni el calor que comúnmente uno siente en el esófago y el estómago cuando el alcohol va bajando por el sistema digestivo. Sintió sí, una distensión espiritual que lo preparó para escuchar lo que Griseldino le fue relatando, que él no sabe si fue real o fue un sueño que tuvo fruto de una borrachera momentánea, acelerada y comprimida en menos de un minuto.

De inmediato Griseldino le indicó con gravedad: “Haz el esfuerzo de ver sin abrir los ojos”. Nunca había escuchado una orden similar pero se concentró mentalmente. De un momento a otro se encontró de frente con otros personajes en medio del bosque del río Palo, muy cerca de Guachené. “Tú venías para acá”, le dijo Cinecio, y agregó: “Pero llegaste por otro camino menos directo pero mejor”. A su lado estaba un indio nasa que dijo llamarse Juan, de los Tama. Más allá, preparando una comida se encontraba una india misak (guambiana) de nombre Mamá Dominga, y le estaba ayudando un indígena yanacona llamado Juan Gregorio.

No hablaron mucho. Sirvieron la comida que era sábalo de río recién pescado y asado en las cenizas, una mazorca de maíz jugosa y amarilla, una taza de cacao cultivado en la región y varios pedazos de yuca chirosa que humeaba en un recipiente hecho con hojas de plátano. Era una comida sencilla y simple, sólo aliñada con sal pero le supo a gloria. Era estupenda, mejor que cualquier otra comida que hubiera consumido en su vida. Después le brindaron un vaso de guarapo fuerte y para terminar lo invitaron a mambear una porción de coca en forma de celebración por el encuentro.

Cada uno de esos personajes tenía los mismos ojos que los demás. Le pareció extraño. Sólo le sonreían sin hablarle pero a la vez parecía que le estuvieran trasmitiendo sus conocimientos y experiencias. Cinecio Mina era un dirigente de las rebeliones negras de fines del siglo XIX que había encabezado las luchas de resistencia frente al atropello de los esclavistas de Popayán. Juan Tama de la Estrella, el reconocido jefe indígena que había conseguido unir a los pueblos indios alrededor de 1.700 había encabezado a nasas, guambianos y totoroés para obligar a los encomenderos españoles a establecer una especie de armisticio que partió del reconocimiento de las autoridades propias y el respeto de su territorio. Mamá Dominga era una curandera guambiana famosa por sus remedios y tratamientos, y Juan Gregorio Palechor fue uno de los fundadores del Consejo Regional Indígena del Cauca CRIC, nacido en el municipio de la Sierra. Era de la etnia yanacona pero criado en Timbío y Popayán. 

El negro Cinecio Mina le contó mentalmente que él se había criado con indios nasa, con los cuales recuperó la altivez del nativo que nunca había sido dominado ni “domesticado” como había pasado con tantos pueblos originarios. El pueblo nasa estaba allí representado por Juan Tama. Dijo Cinecio que en otra vida había convivido con el pueblo misak, y con ellos había aprendido una sabiduría pragmática que lo había vuelto muy listo y desconfiado pero el truco era no demostrarlo. Su ejemplo más importante era la médica guambiana Mamá Dominga. Siguió contando que últimamente se había encontrado con los campesinos de origen yanacona que estaban representados en Juan Gregorio Palechor de quienes estaba aprendiendo la capacidad de reconciliación que él en su rebeldía siempre había rechazado pero que era igualmente válida para construir futuro. Él la llamaba “una forma de conseguir las cosas songo sorongo”, con paciencia, humildad y persistencia. Había que combinar la altivez, el sentido práctico y la astucia para conseguir los propósitos que uno tuviera en la vida. Eran armas de los pueblos y de las gentes que siempre han sufrido.

Finalmente le dijo en forma directa: “Amador, nosotros los negros teníamos en África un mundo maravilloso, una naturaleza exuberante igual o mejor que la que existe en América, unos reinos tan variados y disímiles como los que poseían acá los pueblos nativos antes de la llegada de los españoles, y todo ello nos daba una fuerza inmensa que la esclavitud nunca pudo destruir. Por ello es que los negros, a pesar de todo el sufrimiento y humillación, de la vejación de nuestras mujeres, de habernos tratado a algunos hombres afrodescendientes como simples padrones reproductores – de donde adquirimos la costumbre de convivir con varias mujeres a la vez, lo que nos dio un sentido especial de ser una familia comunitaria y solidaria –, y tantas y tantas aberraciones que los esclavistas cometieron con nosotros, somos los únicos pueblos de América que hemos perdonado, somos bondadosos, ya nos sentimos americanos porque aquí encontramos ríos y selvas que nos han dado todo y aunque añoramos idealmente a nuestra África del alma, ya somos de aquí y queremos la tierra donde vivimos.”

Continuó su discurso de una forma suave pero firme: “Nos dicen que somos flojos y conformes. ¡Cuán equivocados están! Con nuestra mano se hicieron muchas ciudades y riquezas. Nos utilizaron como garrote para domesticar a los indios. Trajimos muchos oficios y alimentos desde el continente negro y hemos contribuido con nuestros machetes – usados como espadas y adiestrados por nuestra tradición de las varas – con la libertad, la cual no hemos disfrutado. Lo que no saben es cuán nobles somos y cómo le tememos a nuestra propia fuerza. Sabemos que si los negros nos rebelamos igual que los indios, no habrá poder que nos detenga y la tragedia sería mayor. Entonces, preferimos soportar, esperar, avanzar a paso lento pero seguro. Es la misma lucha con otra estrategia.”  

Mirando a los otros personajes afirmó con vehemencia: “Estamos a la espera de que con los otros pueblos, indios, mestizos y blancos, logremos hacer una reunión como ésta. Una reunión de verdad, sincera y compartida. En donde se combine la intrepidez y la rebeldía del indio nasa con la capacidad de manejar las leyes del yanacona, en donde la habilidad y sapiencia del guambiano se funda con la forma de pensar del blanco europeo, y de esa reunión surja un renacer de los pueblos, en donde el negro en su bondad y espíritu de comunidad tranquila pueda desarrollar plenamente sus capacidades, su alegría musical, su fuerza física y su creatividad inmensa para explotar el entorno sin necesidad de acaparar y acabar con todo de una vez.”

En ese momento Amador escuchó a los otros tres personajes hablándole todos al unísono como en una especie de coro celestial. Decían: “Por eso te hemos llamado, para que entiendas que si los negros se encierran sólo en su problema de discriminación racial no van a avanzar porque en el mundo conquistado por los españoles la discriminación es más social que racial. Eso lo venimos comprobando cuando nos juntamos los pobres de todos los colores y nos sentimos contentos porque somos iguales. ¡Vamos muchacho!... los cuatro fósforos somos el negro y el blanco, el indio y el mestizo, y de esos cuatro fósforos sale el fuego que nos debe unir en una sola fuerza que hará que éstas aguas tranquilas hiervan y produzcan un gas que será el espíritu del ser humano único que todos somos.”

Cuando ellos terminaron de hablar Amador abrió los ojos. Observó con sorpresa cómo del platón salía un vapor de agua que penetraba sus sentidos y entonces se desmayó. Griseldino lo sostuvo en su regazo durante unos segundos y con un pequeño golpe lo despertó. Amador estaba tranquilo y feliz. Después de ese día siguió siendo un activista del movimiento de las negritudes pero poco a poco fue entablando relaciones con los demás sectores de la sociedad y hoy hace ingentes esfuerzos porque esa reunión entre Cinecio Mina, Juan Tama, Mamá Dominga y Juan Gregorio Palechor, no sólo se haga realidad en forma colectiva sino que esté concretada en el interior de su alma.

Siempre que se reúne con sus compañeros y amigas, procura ofrecerles un pedazo de pescado, una mazorca cocinada, un pedazo de yuca sancochada y una taza de chocolate. A veces se le hace difícil conseguir los productos porque por falta de unión, los pueblos nos hemos dejado quitar hasta lo más básico y delicioso de nuestras vidas. Amador siente que la fuerza de ese vapor de agua lo mantiene activo y cree que en poco tiempo podrá ayudar a que esa reunión se concrete.


(Texto incluido en el libro "El Cauca en su momento de cambio")
Informes celular 312 614 72 30

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