Por
Fernando Dorado, activista social
Se presenta en Bogotá “Marguerite”,
una extraordinaria película francesa[1].
Cuenta la historia de una rica baronesa que ama la música y cree tener voz de
soprano. Su esposo, empleados, sirvientes y favorecidos de sus donativos, le
siguen el juego. El engaño es fruto de cierta lástima y solidaridad sincera pero
también, del interés trivial de quienes le acolitan el delirio.
Su insistencia por
convertirse en estrella de ópera la lleva a confrontarse con un público real.
Frente a él, en medio de una situación ridícula y grotesca, hace un último
esfuerzo y logra un instante de maravilloso desempeño musical. Eso la convence
de ser quien cree ser. Al final, en un gramófono escucha su estridente voz. No
aguanta la verdad y fallece. De lo cómico se pasa a la tragedia; de lo prosaico
a lo sublime; de la vida a la muerte. Solo queda la tristeza.
La lección es evidente:
casi todos inventamos representaciones basadas en nuestra necesidad de
reconocimiento. Diferentes entornos y situaciones nos hacen creíble la
personificación idealizada. Si tenemos el talento o la capacidad para representar
ese papel, todo irá bien. Si es un auto-engaño, nos estrellamos contra el mundo.
Sufrimos y hacemos sufrir a otros.
Esa situación relatada
de manera magistral por el cineasta francés me lleva a pensar en la tragedia
colombiana. Colombia toda y muchos colombianos pareciéramos sufrir de ese espejismo.
Nos creemos “la más antigua y estable democracia de América Latina” pero a la
vez sufrimos “el conflicto armado sin negociar más antiguo del mundo”[2].
Cada cuatro años creemos
tener la “mejor selección del mundo” y nos vemos como campeones pero, la realidad
nos pone a tierra con crueldad: o no pasamos de las eliminatorias o ni siquiera
llegamos a octavos de final. Y siempre le achacamos la culpa a “otros”, un
árbitro, la mafia de la FIFA o algo parecido.
Colombia y los colombianos
sufrimos la enfermedad bipolar o tripolar. A diario desvariamos. En medio de nuestra
tragedia vivimos felices. Por algo el programa más popular es “sábados felices”.
Convertimos nuestros dramas de violencia y narcotráfico en unos novelones
exitosos que producen miles de millones de pesos a sus productores e
inversionistas. “¡Somos un caso!”, decimos.
Y al igual que Marguerite
vivimos momentos sublimes pero instantáneos. No “coronamos”: siempre dejamos la
tarea empezada. La “revolución en marcha” de López Pumarejo; la “restauración
moral de la república” de Gaitán; el “acuerdo sobre lo fundamental” de Álvaro
Gómez Hurtado y el M19 que le dio vida a la Constitución de 1991. Ojalá el actual
proceso de paz no sea otra frustración.
Y en política nos ocurre
lo mismo. Tenemos por ahí a quién se creía el gran estratega de la revolución,
construyó tácticas y estrategias que jamás consiguieron el favor de nadie y de
pronto, se encuentra solo y desvalido por la séptima como cualquier parroquiano.
O aquel, que se sentía predestinado a ser presidente de la República y –hasta buenas
ideas tenía–, pero fue incapaz de armar un equipo, le dio por mirar a todo el
mundo desde la altura de sus ilusiones y, súbitamente, la realidad lo despierta
convertido en un exalcalde más.
Ahora tenemos frente a
nuestros ojos a quienes se sienten salvadores de nuestro pueblo. Sueñan con una
entrada triunfante a Bogotá. Creen que saben cantar y que están sintonizados
con el pueblo. Una corte de áulicos les alimenta el mito heroico. Algunos de
ellos son sinceros y honestos porque viven con intensidad la quimera. Otros,
simplemente les interesa mantener el espectáculo porque se aprovechan de él. Igual
que en la cinta.
Los siento tan lejos de
la realidad que me aterroriza su reacción… cuando despierten. El verdadero reto
será cuando se encuentren con el grueso de la sociedad civil. Ojalá en el camino
vayan encontrando sinceros amigos que los hagan aterrizar. Si ello no ocurre el
desenlace puede ser fatal. La realidad es cruel y a veces, insoportable.
Que lo diga Marguerite y
quienes han visto la película.
Bogotá, 1° de noviembre
de 2015
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